sábado, 6 de julio de 2013

Tigre

Mi mano juega con la de él sobre la mesa del café y no puedo creerlo todavía. Después de ocho años volvemos a encontrarnos en el mismo lugar, que siempre estuvo lleno de gente y ahora parece estar sólo para nosotros dos, así de vacío. Me cuenta algunas cosas de su vida y yo repaso lo que hice hasta ese día. El se casó, yo también. Tenés hijos, me pregunta afirmándolo, porque ya lo sabe, y yo le digo que uno pero que quiero tener más y entonces le pregunto a él y me dice que no tienen, aún. Y entonces me cuenta que las cosas con su mujer no están bien y que están pensando en mudarse lejos de la ciudad para empezar otra vida. Le digo que parecen dos cosas contradictorias, si no están bien juntos, no cambiará nada el irse a vivir lejos de acá para seguir estando juntos. Quién sabe mi comentario tenga algo de egoísmo porque no quiero volver a perderlo, pero él no se da cuenta y yo tampoco y seguimos hablando hasta que se hace tan tarde que tenemos que dejar el café. Ocho años sin vernos y en el mismo momento en que volvemos a mirarnos no hay nada más que uno y otro juntos. Lo miro y veo que está cambiado, algo más grande, mayor, pero sigue siendo el mismo. Sus ojos no son los mismos, están más cansados, pero cuando me mira de frente puedo ver que el brillo está ahí. Ese fuego que conocí una vez está ahí, esperando como el tigre agazapado, en silencio, feroz y hambriento de piel. Pagamos, saludamos y salimos a la calle sin soltarnos las manos. Es que no podemos dejar de tocarnos, aunque sea las manos o nada menos que las manos. ¿Cómo es que nos dejamos? Pregunta él y yo le digo que muchas veces también me lo pregunté, pero que nunca pude encontrar una respuesta que me cerrara bien para nuestra historia. Muchas veces pasé cerca de donde vivías, me dice, acercando su cara a la mía. Es de noche, el aire está rojo porque las luces de un bar que sigue abierto nos enmarca la escena. Improviso una sonrisa, me sale. No se porqué no volviste a buscarme, le digo, mientras él me toca la cara, me acaricia la frente, el pelo, me toca la nuca. El no habla, y yo me suelto de su otra mano para tocarle yo a él la cara, las cejas, la oreja izquierda, la nuca. Y ahí me quedo, jugando con el vello espeso que crece justo donde termina su pelo. Tengo miedo de que si me acerco más, se sienta incómodo. No me molestaría acercarme y sentir que está teniendo una erección, porque yo la estoy teniendo aunque a las mujeres no se nos note tanto. En eso pienso mientras él mismo se acerca con todo su cuerpo, con su boca y me besa el cuello suavemente, dulcemente, con la humedad exacta de sus labios. Los de ahora. Le digo que siento su calor y él me responde con un gemido ahogado, casi un lamento pausado. El deseo no sabe de idiomas y palabras, no tiene traducciones más o menos acertadas. El amor tampoco. Y entonces nos envolvemos en un remolino de brazos y abrazos y besos largos y nos mareamos tanto que casi terminamos en el suelo. Una mujer que pasa al lado nuestro se ríe y no deja de mirarnos, incluso después de haber cruzado la calle. No se si es su risa sonora y nuestras conciencias, pero algo nos hace volver al mundo tal y como es. El pasado engaña a la memoria y a veces es al revés. Pero dura un tiempo, no más, hasta que el presente se impone con toda su fuerza y entonces nos alejamos, mínimamente, un paso apenas entre los dos, para mirarnos. El parece haber recuperado el tamaño de sus ojos de antes. No parece cansado, se nota más liviano, más alto, más oscura su densa mirada. Yo me siento más pesada, adormecida como si hubiera entrado en mi sangre alguna sustancia dulce y venenosa que ahora me hace dar vueltas la cabeza y a la vez, sentir con más claridad. No sabemos qué decir y el silencio, que es tan molesto entre algunas personas, es para nosotros un aliado, un ancla en la que nos quedamos y nos aferramos para mirarnos sin hablar. Las manos no se soltaron. No podemos separarnos del todo, y al menos ellas quedan unidas, dibujando una ronda de dos, pequeña e inmensa a la vez. Sigue haciéndose tarde para todos y ya no queda casi nadie por la calle. No hace frío, apenas hay una brisa suave que llega del río y toca todas las cosas anunciando la pronta primavera. ¿Te parece que volvamos a vernos? Le pregunto y él me dice que si, que nos volveremos a ver muchas otras veces más. Y nos abrazamos para despedirnos, y nos volvemos a besar intensamente, como si fuera la última vez, ahora si. Y él cruza la calle, caminando lánguidamente con sus piernas flacas y su espalda algo curva por el cansancio de la vida. Se aleja, como el tigre perdido en la oscuridad de la noche dejándome sola, otra vez.

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