Mi mano juega con la
de él sobre la mesa del café y no puedo creerlo todavía. Después de ocho años
volvemos a encontrarnos en el mismo lugar, que siempre estuvo lleno de gente y
ahora parece estar sólo para nosotros dos, así de vacío. Me cuenta algunas cosas
de su vida y yo repaso lo que hice hasta ese día. El se casó, yo también. Tenés
hijos, me pregunta afirmándolo, porque ya lo sabe, y yo le digo que uno pero
que quiero tener más y entonces le pregunto a él y me dice que no tienen, aún.
Y entonces me cuenta que las cosas con su mujer no están bien y que están
pensando en mudarse lejos de la ciudad para empezar otra vida. Le digo que
parecen dos cosas contradictorias, si no están bien juntos, no cambiará nada el
irse a vivir lejos de acá para seguir estando juntos. Quién sabe mi comentario
tenga algo de egoísmo porque no quiero volver a perderlo, pero él no se da
cuenta y yo tampoco y seguimos hablando hasta que se hace tan tarde que tenemos
que dejar el café. Ocho años sin vernos y en el mismo momento en que volvemos a
mirarnos no hay nada más que uno y otro juntos. Lo miro y veo que está
cambiado, algo más grande, mayor, pero sigue siendo el mismo. Sus ojos no son
los mismos, están más cansados, pero cuando me mira de frente puedo ver que el
brillo está ahí. Ese fuego que conocí una vez está ahí, esperando como el tigre
agazapado, en silencio, feroz y hambriento de piel. Pagamos, saludamos y
salimos a la calle sin soltarnos las manos. Es que no podemos dejar de
tocarnos, aunque sea las manos o nada menos que las manos. ¿Cómo es que nos
dejamos? Pregunta él y yo le digo que muchas veces también me lo pregunté, pero
que nunca pude encontrar una respuesta que me cerrara bien para nuestra
historia. Muchas veces pasé cerca de donde vivías, me dice, acercando su cara a
la mía. Es de noche, el aire está rojo porque las luces de un bar que sigue
abierto nos enmarca la escena. Improviso una sonrisa, me sale. No se porqué no
volviste a buscarme, le digo, mientras él me toca la cara, me acaricia la
frente, el pelo, me toca la nuca. El no habla, y yo me suelto de su otra mano
para tocarle yo a él la cara, las cejas, la oreja izquierda, la nuca. Y ahí me
quedo, jugando con el vello espeso que crece justo donde termina su pelo. Tengo
miedo de que si me acerco más, se sienta incómodo. No me molestaría acercarme y
sentir que está teniendo una erección, porque yo la estoy teniendo aunque a las
mujeres no se nos note tanto. En eso pienso mientras él mismo se acerca con
todo su cuerpo, con su boca y me besa el cuello suavemente, dulcemente, con la
humedad exacta de sus labios. Los de ahora. Le digo que siento su calor y él me
responde con un gemido ahogado, casi un lamento pausado. El deseo no sabe de
idiomas y palabras, no tiene traducciones más o menos acertadas. El amor
tampoco. Y entonces nos envolvemos en un remolino de brazos y abrazos y besos
largos y nos mareamos tanto que casi terminamos en el suelo. Una mujer que pasa
al lado nuestro se ríe y no deja de mirarnos, incluso después de haber cruzado
la calle. No se si es su risa sonora y nuestras conciencias, pero algo nos hace
volver al mundo tal y como es. El pasado engaña a la memoria y a veces es al
revés. Pero dura un tiempo, no más, hasta que el presente se impone con toda su
fuerza y entonces nos alejamos, mínimamente, un paso apenas entre los dos, para
mirarnos. El parece haber recuperado el tamaño de sus ojos de antes. No parece
cansado, se nota más liviano, más alto, más oscura su densa mirada. Yo me
siento más pesada, adormecida como si hubiera entrado en mi sangre alguna
sustancia dulce y venenosa que ahora me hace dar vueltas la cabeza y a la vez,
sentir con más claridad. No sabemos qué decir y el silencio, que es tan molesto
entre algunas personas, es para nosotros un aliado, un ancla en la que nos
quedamos y nos aferramos para mirarnos sin hablar. Las manos no se soltaron. No
podemos separarnos del todo, y al menos ellas quedan unidas, dibujando una
ronda de dos, pequeña e inmensa a la vez. Sigue haciéndose tarde para todos y
ya no queda casi nadie por la calle. No hace frío, apenas hay una brisa suave
que llega del río y toca todas las cosas anunciando la pronta primavera. ¿Te
parece que volvamos a vernos? Le pregunto y él me dice que si, que nos
volveremos a ver muchas otras veces más. Y nos abrazamos para despedirnos, y
nos volvemos a besar intensamente, como si fuera la última vez, ahora si. Y él
cruza la calle, caminando lánguidamente con sus piernas flacas y su espalda
algo curva por el cansancio de la vida. Se aleja, como el tigre perdido en la
oscuridad de la noche dejándome sola, otra vez.
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