La piel se desprende de mi piel. Es el sol que calienta y quema las heridas y deja a la vista un sinfín de cicatrices amargas. Así, desnuda sobre la tierra negra, me quedo inmóvil mientras muta mi cuerpo y se transforma armónicamente, lentamente, casi sin dolor. Algo quema por un instante que parece una eternidad, pero pasa. Se calma la impaciencia, se alivia la inquietud, se escapa la ceguera. Te veo a mi lado, como siempre y entonces puedo sentirte majestuoso y eterno. Mi cuerpo ya no sangra, mi piel ahora resplandece y está lista para salir nuevamente al camino. Me das tu mano y yo la tomo. Vamos juntos. Dejo atrás la piel gastada, sucia, amarillenta y vieja. Pero no miro atrás, porque no hay nada que mirar. El camino no tiene atrás, los pies nos llevan hacia adelante y mientras pisamos el verde y nos reímos, el sol asoma entre los arces y ya no quema. Estás cantando una canción, nuestra canción…- Por ti, contaría la arena del mar…- y todo es tan natural que hasta me animo a saltar y salir volando de tu mano. No quiero soltarte, y eso es porque decido cada día, seguir a tu lado.