Un punto minúsculo se enlaza en un pequeño y oscuro escondite. Es semilla y raíz, se planta suavemente y así, cálido y latiente, se inicia como único. No siento aún su presencia, pero pronto, nada al compás de mi torrente sanguíneo que es suyo también. Pronto se hace carne y una puntada anuncia leve que algo está comenzando en mi interior. Ahora lo intuyo, lo compruebo, lo festejo. Es único y esperado, la vida dentro de la vida. Me siento una muñeca rusa, una cajita de música, una caja de sorpresas, un nido ambulante. Me reconozco capaz de cualquier cosa, invencible, autoabastecida, luminosa, superpoderosa. La piel se estira, la panza crece, el cuerpo cambia, toda yo soy cambio y ese cambio es para siempre, es el único sentir que me acompañará inalterable hasta el último suspiro. Cuento horas, días, semanas, meses; aprendo a contar en semanas, y pesadamente se acerca lo inevitable del fin, que será comienzo otra vez. Imagino tu cara, mientras en el éxtasis incomparable del parto sólo puedo pensar en que es hora de tenerte al lado. Ya puedo verte… acerco mis manos y te tomo. Redondo, pequeño, hermoso, el sol entero y toda su luz. Somos uno, pero somos dos. Me mirás, sin llorar, y comprendo en un segundo que vale la pena todo en la vida, absolutamente todo por ese instante maravilloso en el que me reconocés. Soy yo, la misma que te llevó en el vientre y ahora te lleva en el corazón, para siempre, hijo mío.