Estoy sentada en un sillón blanco, en un patio de baldosones morados y blancos. Es mi casa blanca y enorme ahora. Malvones, madreselvas, achiras, cañas y jazmines me rodean como una gran coraza milagrosa y florida. Una mata de statis japonés ilumina un rincón azulado. Las margaritas salpican todo el pasto, curiosas y rebeldes. Huelo. Menta, yerba buena, tomillo, curry, son los fuertes aromas de otro tiempo. Respiro profundo, viajando sin moverme, y los recuerdos golpean fuerte en mis pulmones. No los dejo salir fácilmente, los saboreo y me deleito con lo que fue. Adentro de la casa, en la cocina, ya está listo el festín a la espera de los otros. Abro los ojos, que desde hace un buen rato se cerraban al sol. La luz se me hace difícil y por un segundo parece demasiada para mis retinas cansadas. Sin embargo, no es suficiente, nunca es suficiente la luz ni el tiempo preciso para ver y verlo todo. Hilando pensamientos como hebras, me propongo plantar cuanto antes un árbol de cedrón. Es en ese exacto segundo cuando escucho a lo lejos las voces pequeñas y gritonas de mis nietos. Están llegando a casa. Pronto mis ojos estarán vivos nuevamente, jóvenes, ávidos y mis manos y mi cuerpo se moverán como hace treinta años atrás. Para abrazarlos, para sostenerlos, para mimarlos. Mañana mismo voy a pedir ayuda para plantar ese cedrón… Ahora, a disfrutar del festín.