Aprender
Aprendí a hablar, a caminar y a cantar desde muy, pero muy chiquita. A mi modo, aprendí a tocar el mundo, a saborearlo todo, a abrir, a romper, a construir, a golpearme, a llorar, a reír. Aprendí a andar en patines, a caerme de la bicicleta, a escribir largos poemas y cuentos interminables. Aprendí a pintar y a dibujar, robando los óleos de mi abuelo y a hacer maquetas con cajas de zapatos con dedicación casi obsesiva, durante horas y horas.
De a poco, aprendí a encontrar amigos, a correr de la mano, a jugar al vóley, a bailar, a viajar en colectivo y en tren, a maquillarme, a besar, a hacerme raros peinados y a cortar el pelo a mis amigas, para practicar porque quería “tener una peluquería”. Aprendí el deseo, el amor, el sexo, la belleza, el dolor, el consuelo, la desolación, la tristeza, la distancia, el fundirse de las almas, el calor de los cuerpos, el frío de la soledad.
Aprendí, lentamente, el tiempo, la finitud, la maternidad, el éxtasis del parto, la rara sensación de nacer de nuevo, con cada hijo. Aprendí a ser otra, a reconstruirme, a deshacerme y hacerme de nuevo. Aprendí a aceptar, a ver, a escuchar, a gritar, a brillar, a dejar que otros brillen, a amar sin límites, a comprender, a pedir.
Aprendí que no somos para siempre, que cuesta creer que tanto cuesta aprender para después, en algún momento de la vida, sentir la gran necesidad de desaprenderlo todo, todo lo que somos, para volver a empezar, como el Ave Fénix.
Aprendo a rehacerme, a tejerme, a nutrirme, a enraizarme y a volar, a amasarme, como el pan casero. Aprendo, estoy aprendiendo a desaprenderlo todo, para poder equivocarme, caerme otra vez, golpearme otra vez, reírme, llorar, cantar, bailar, amar, nuevamente, como por primera vez. Estoy aprendiendo a dejar atrás las máscaras, lo que los otros esperan que seamos, para simplemente ser. No postergar más, nada, porque lo vital es aprender que somos hoy, ni ayer, ni mañana.
Aprendí a hablar, a caminar y a cantar desde muy, pero muy chiquita. A mi modo, aprendí a tocar el mundo, a saborearlo todo, a abrir, a romper, a construir, a golpearme, a llorar, a reír. Aprendí a andar en patines, a caerme de la bicicleta, a escribir largos poemas y cuentos interminables. Aprendí a pintar y a dibujar, robando los óleos de mi abuelo y a hacer maquetas con cajas de zapatos con dedicación casi obsesiva, durante horas y horas.
De a poco, aprendí a encontrar amigos, a correr de la mano, a jugar al vóley, a bailar, a viajar en colectivo y en tren, a maquillarme, a besar, a hacerme raros peinados y a cortar el pelo a mis amigas, para practicar porque quería “tener una peluquería”. Aprendí el deseo, el amor, el sexo, la belleza, el dolor, el consuelo, la desolación, la tristeza, la distancia, el fundirse de las almas, el calor de los cuerpos, el frío de la soledad.
Aprendí, lentamente, el tiempo, la finitud, la maternidad, el éxtasis del parto, la rara sensación de nacer de nuevo, con cada hijo. Aprendí a ser otra, a reconstruirme, a deshacerme y hacerme de nuevo. Aprendí a aceptar, a ver, a escuchar, a gritar, a brillar, a dejar que otros brillen, a amar sin límites, a comprender, a pedir.
Aprendí que no somos para siempre, que cuesta creer que tanto cuesta aprender para después, en algún momento de la vida, sentir la gran necesidad de desaprenderlo todo, todo lo que somos, para volver a empezar, como el Ave Fénix.
Aprendo a rehacerme, a tejerme, a nutrirme, a enraizarme y a volar, a amasarme, como el pan casero. Aprendo, estoy aprendiendo a desaprenderlo todo, para poder equivocarme, caerme otra vez, golpearme otra vez, reírme, llorar, cantar, bailar, amar, nuevamente, como por primera vez. Estoy aprendiendo a dejar atrás las máscaras, lo que los otros esperan que seamos, para simplemente ser. No postergar más, nada, porque lo vital es aprender que somos hoy, ni ayer, ni mañana.