jueves, 22 de octubre de 2009

Corteza




Verdes, transparentes, de anchas nervaduras y bordes aserrados, se asoman al cielo tus hojas. La brisa del mar las mueve despacio y el viento de los cerros las sacude y las tuerce, las pellizca con ánimo de molestarte. Pero son tercas tus hojas, y vuelven a erigirse salvajes, rebeldes. Brotan audaces de tus ramas largas y abundantes que tan quietas parecen. Apenas con los años se las ve moverse, cambiar, romperse, rehacerse. En el instante son inmóviles, aunque la savia corra por ellas tan viva, como la sangre. En el transcurrir son más frágiles ante las tormentas, pero siempre sobreviven y rebrotan, donando nueva fuerza a todo tu ser. Escalan por tu tronco unas hormigas empeñadas en llegar hasta tus hojas. Un pájaro carpintero hace toc-toc-toc sobre tu corteza dura. Los surcos marcan los años que pasaste sobre esta tierra fresca, tu nacimiento, tu alzarte hacia el cielo, tus años primeros, tu madura piel que ahora está más seca, pero no menos inquieta. Y abajo, más allá de lo que dejás ver, las raíces se nutren de un suelo rico, negro, arcilloso, naranja, húmedo, picante, grumoso. Blandos nervios ramificados se entrecruzan y abrazan, llenando un inmenso espacio en un universo diferente. La fuerza llega desde ahí tan intacta y perfecta que parece imposible. La vida las envuelve, y tus raíces como brazos, la toman a raudales, la exprimen para saciar la sed que será hoja, que será flor, que será fruto, que será nueva corteza.

domingo, 18 de octubre de 2009

Casa


Estoy sentada en un sillón blanco, en un patio de baldosones morados y blancos. Es mi casa blanca y enorme ahora. Malvones, madreselvas, achiras, cañas y jazmines me rodean como una gran coraza milagrosa y florida. Una mata de statis japonés ilumina un rincón azulado. Las margaritas salpican todo el pasto, curiosas y rebeldes. Huelo. Menta, yerba buena, tomillo, curry, son los fuertes aromas de otro tiempo. Respiro profundo, viajando sin moverme, y los recuerdos golpean fuerte en mis pulmones. No los dejo salir fácilmente, los saboreo y me deleito con lo que fue. Adentro de la casa, en la cocina, ya está listo el festín a la espera de los otros. Abro los ojos, que desde hace un buen rato se cerraban al sol. La luz se me hace difícil y por un segundo parece demasiada para mis retinas cansadas. Sin embargo, no es suficiente, nunca es suficiente la luz ni el tiempo preciso para ver y verlo todo. Hilando pensamientos como hebras, me propongo plantar cuanto antes un árbol de cedrón. Es en ese exacto segundo cuando escucho a lo lejos las voces pequeñas y gritonas de mis nietos. Están llegando a casa. Pronto mis ojos estarán vivos nuevamente, jóvenes, ávidos y mis manos y mi cuerpo se moverán como hace treinta años atrás. Para abrazarlos, para sostenerlos, para mimarlos. Mañana mismo voy a pedir ayuda para plantar ese cedrón… Ahora, a disfrutar del festín.

martes, 13 de octubre de 2009

Piel


La piel se desprende de mi piel. Es el sol que calienta y quema las heridas y deja a la vista un sinfín de cicatrices amargas. Así, desnuda sobre la tierra negra, me quedo inmóvil mientras muta mi cuerpo y se transforma armónicamente, lentamente, casi sin dolor. Algo quema por un instante que parece una eternidad, pero pasa. Se calma la impaciencia, se alivia la inquietud, se escapa la ceguera. Te veo a mi lado, como siempre y entonces puedo sentirte majestuoso y eterno. Mi cuerpo ya no sangra, mi piel ahora resplandece y está lista para salir nuevamente al camino. Me das tu mano y yo la tomo. Vamos juntos. Dejo atrás la piel gastada, sucia, amarillenta y vieja. Pero no miro atrás, porque no hay nada que mirar. El camino no tiene atrás, los pies nos llevan hacia adelante y mientras pisamos el verde y nos reímos, el sol asoma entre los arces y ya no quema. Estás cantando una canción, nuestra canción…- Por ti, contaría la arena del mar…- y todo es tan natural que hasta me animo a saltar y salir volando de tu mano. No quiero soltarte, y eso es porque decido cada día, seguir a tu lado.

lunes, 12 de octubre de 2009

Son


Sol clan toc toc click flash
la do re mi sal mar
mas mi vos si no dar ir vas voy
film club zas mil quién tren zoom
Chau no si luz gris es fue par voz
Dos soy ver aj oh si más
Un sin yo
Ser flor cal por ni cuál
Ay!
Hoy ya mis los cien mil plaf
Tan al
Fin

miércoles, 7 de octubre de 2009

La lengua de las mariposas


Me encontré con un libro de esos que no pueden olvidarse. Hace unos años, alguien me prestó un ejemplar de Que me quieres amor, del escritor gallego Manuel Rivas. En ese entonces, no conocía ni su pluma ni su mirada del mundo tan singular. Lo empecé a leer y no pude soltarlo hasta llegar a la última página. Quedé totalmente atrapada por la poesía que emanaba de cada uno de sus relatos, pero hubo uno en particular que sacudió mi alma hasta lo más hondo: La lengua de las mariposas. La historia es iniciática, trágica, tan real como la vida misma. Un niño y su maestro y el amor entre ambos, en épocas remotas en las que ese amor no tenía más aristas que la del respeto y el cariño, alimentado por el ansia desmesurada del pequeño por aprehender el mundo entero a través de ese hombre admirado y admirable. En unas pocas páginas, Rivas nos pone ante los ojos un pueblo en Galicia, sus hombres y mujeres, y la miseria y la cobardía de éstos ante las tropas franquistas que vienen a llevárselo todo, para al fin, dejarnos con el dolor de un niño que no entiende, pero nunca podrá olvidar. Ese mismo día, el niño comienza a adentrarse en el mundo de los adultos, a pesar suyo, a pesar de todo. Porque el hombre que le enseñó todo lo que sabe, es atado, golpeado y llevado por unos hombres que él desconoce, porque ese día su padre le grita barbaridades a su maestro, porque ese día, él mismo llora y se da cuenta de que nunca más volverá a ver a su maestro. Siempre recordará que las mariposas tienen lenguas, como trompas de elefantes. Imagino que el niño hubiera querido en ese instante ser una mariposa e ir probando de flor en flor, ese universo de sensaciones y colores, tan lejos de la muerte que comenzaba a flotar sobre España en aquél tiempo. El mismo de mis bisabuelos, el mismo de tantos otros hombres y mujeres que no pudieron hacer.

sábado, 3 de octubre de 2009

Peces azucarados


Cuando era muy chica, tan chica que apenas llegaba al mostrador de madera del almacén del barrio, me enamoré por primera vez.El chico que atendía tenía una voz increíble, grave y sonora, pero a la vez, portadora de una peligrosa dulzura capaz de encantar a las serpientes. Yo tendría unos ocho años, y él unos quince, y era el hijo del almacenero. Mi amor se limitó a mirarlo y escucharlo durante un par de años.En ese tiempo, las galletitas se vendían “sueltas”, la variedad no era la que existe hoy en los supermercados y kioscos, y casi nadie se tomaba la molestia de ponerse un guante o bolsita en la mano para servirlas de la lata y llevarlas a la bolsa. Yo pedía siempre las mismas: las galletitas con forma de pez. No se si las probaron, pero en ese momento eran una maravilla, junto con las Manón, las Ópera, las Chocolinas y las Melba. Pero “las de peces” tenían algo particular, algo diferente, y a mi se me antojaban misteriosas. Cuando el chico del almacén las agarraba, en sus manos parecían peces de verdad, no de masa azucarada. Los colores me los inventaba yo misma, las pintaba entre sus dedos, y hasta gotitas parecían caer dentro de la lata, como si llegaran húmedas a la bolsa.
Pasaron muchos años, muchos. El primer día que dejé a mi hijo en el jardín de infantes, caminé unas cuadras hasta la parada del colectivo para irme, algo angustiada -debo confesar- hasta mi lugar de trabajo. Pero antes de llegar a la avenida, en una esquina encontré un oasis: una galletitería con latas, de todos los colores, que encerraban variedades de aquella época casi olvidada. Entré por curiosidad, y me asomé por entre las latas para ver qué había. No se imaginan mi cara cuando descubrí los peces azucarados, asomados desde una de las latas relucientes. Claro que no estaba el chico del almacén, y yo ya pasaba sobradamente la altura del mostrador, que ya no era de madera, sino de fórmica blanca. En su lugar, me atendió un sesentón charlatán, de ojos profundamente celestes. Inmediatamente nos caímos bien; hablamos del tiempo, del verano que terminaba, de los hijos, y de las galletitas de peces, claro. Me llevé medio kilo, y me comí unas cuantas al salir. No se si tenían el mismo sabor, pero ese encuentro me quitó la angustia que traía, me devolvió un poquito de ese gusto a primer amor que nunca se olvida, de esas tardes de leche calentita en la mesa del patio, de infancia con amigos en la vereda, de colegio temprano, y todo el día por delante para hacer, justamente, nada de nada.Durante tres años, repetía semanalmente el ritual: la caminata, la compra, la charla. Era para mí la prueba perfecta de que el sabor perdura en el tiempo, en la lengua, en la hipófisis, en la consciencia, en el alma. Un día, la galletitería no estuvo más. Se puso en venta el local, y al tiempo abrió ahí una inmobiliaria. Nunca quise preguntar nada. Mis peces se fueron con el sesentón de quién nunca supe el nombre. Ahora, desde hace un tiempo ya, las galletitas de peces se consiguen en los supermercados, como si nada hubiera pasado. No tienen el mismo sabor, pero yo se las compro a mis hijos siempre que puedo, creo que para poder robarles una por lo menos y tratar de sentir otra vez ese gustito a niñez.
(escrito en Julio 2009)