Abrazar un árbol es algo que debería indicarse por prescripción médica, ser materia obligatoria en la escuela y hecho necesariamente a repetir a diario. Así como algunos van cada domingo a misa, otros dejan de hacer lo que sea para ponerse a rezar varias veces al día, abrazar a un árbol es la mejor fuente de energía que pueda existir sobre este planeta. Nada es igual, después de abrazar un árbol con la consciencia de lo que estamos haciendo.
Hay árboles nuevos, delgados, de pocas hojas, que uno abraza con delicadeza porque teme que se quiebren. Pero no nos dejemos engañar por las apariencias: son resistentes, son los que se pueden doblar hasta casi tocar el suelo, y volver a subir sus ramas sin quebrarse.
Otros, más generosos, con forma de botellón, como el lapacho, tienen feroces espinas que hay que evitar cuidadosamente para no lastimarse. Pero si al fin se encuentra el modo de abrazarlos, es maravilloso ese encuentro.
Algunos están cubiertos de trepadoras, que anudan su tronco y sus ramas, que aprietan las hojas y se funden con ellos. Son árboles de selva, de jardines, de hermosos y oscuros paisajes. La humedad los rodea y el abrazo puede ser pegajoso, pero no menos reparador que cualquier otro.
Sólo unos pocos árboles, muy pocos, son amplios de ramas, frondosos pero suaves, de hojas anchas y verdes, fuerte aroma y raíces profundas. Receptivos, abiertos de espíritu, habitan en cualquier clima, pero prefieren enraizarse donde hay viento, porque son los más duros, los de corteza más hermética. Sin embargo, por dentro son de carne tierna y tienen la savia más brillante y más verde que pueda uno imaginar, un ácido jugo de esmeraldas que hasta dan ganas de beber de uno de sus poros. Abrazar un árbol de esos, en medio del bosque profundo del Sur, es la experiencia más real y más hipnótica que pueda sentir un ser humano.
Abrazar uno de estos árboles causa una conmoción insospechada, una sensación incomparable. Los nervios del cuerpo se relajan, las manos aprietan una materia inesperada, se hunden, se funden, uno y otro, árbol y ser humano. No hay savia, no hay sangre, se es una sola cosa, una mezcla abrumadora que a la vez, da paz. Y cuando al fin, se es consciente de que uno es parte de esa naturaleza dormida que despierta, la vida brilla de manera contundente.
Si lográramos salvar siempre las espinas, el abrazar un árbol sería un ejercicio feliz y saludable para todos y para toda la vida.
Hay árboles nuevos, delgados, de pocas hojas, que uno abraza con delicadeza porque teme que se quiebren. Pero no nos dejemos engañar por las apariencias: son resistentes, son los que se pueden doblar hasta casi tocar el suelo, y volver a subir sus ramas sin quebrarse.
Otros, más generosos, con forma de botellón, como el lapacho, tienen feroces espinas que hay que evitar cuidadosamente para no lastimarse. Pero si al fin se encuentra el modo de abrazarlos, es maravilloso ese encuentro.
Algunos están cubiertos de trepadoras, que anudan su tronco y sus ramas, que aprietan las hojas y se funden con ellos. Son árboles de selva, de jardines, de hermosos y oscuros paisajes. La humedad los rodea y el abrazo puede ser pegajoso, pero no menos reparador que cualquier otro.
Sólo unos pocos árboles, muy pocos, son amplios de ramas, frondosos pero suaves, de hojas anchas y verdes, fuerte aroma y raíces profundas. Receptivos, abiertos de espíritu, habitan en cualquier clima, pero prefieren enraizarse donde hay viento, porque son los más duros, los de corteza más hermética. Sin embargo, por dentro son de carne tierna y tienen la savia más brillante y más verde que pueda uno imaginar, un ácido jugo de esmeraldas que hasta dan ganas de beber de uno de sus poros. Abrazar un árbol de esos, en medio del bosque profundo del Sur, es la experiencia más real y más hipnótica que pueda sentir un ser humano.
Abrazar uno de estos árboles causa una conmoción insospechada, una sensación incomparable. Los nervios del cuerpo se relajan, las manos aprietan una materia inesperada, se hunden, se funden, uno y otro, árbol y ser humano. No hay savia, no hay sangre, se es una sola cosa, una mezcla abrumadora que a la vez, da paz. Y cuando al fin, se es consciente de que uno es parte de esa naturaleza dormida que despierta, la vida brilla de manera contundente.
Si lográramos salvar siempre las espinas, el abrazar un árbol sería un ejercicio feliz y saludable para todos y para toda la vida.