lunes, 29 de marzo de 2010

Parte del aire

No puedo mirarlas. Hay algunas fotos en las que yo aparezco que no puedo mirar. No quiero verlas. No se trata de las más viejas, de las de mi infancia. Esas guardan recuerdos, sensaciones e instantes preciosos y muchas veces, dulces. Las de la adolescencia tampoco son las que me prohíbo. En esas soy tan mutante de una a otra que casi no me reconozco, pero soy, soy esa. Es genial verme tan joven y a la vez en el comienzo de todo lo que vendría después. Y es tan gratificante reconocer en esas fotos a algunos amigos que aún llenan mi vida hasta hoy, con la certeza de que nos tendremos para siempre. Tampoco se trata de esas fotos en las que uno dice “qué mal salí”, “tirá esa foto, por favor”. No es esa sensación, porque de esas imágenes hay muchas, pero sólo me divierto mirándolas.
Las fotos que no puedo mirar son las de mi muerte. De mi muerte “pequeña”, con minúsculas, pero muerte al fin. De ese tiempo en el que todo se movió, para aquietarse de golpe, con una frenada tremenda que me pescó sin cinturón de seguridad. Son las fotos de ese mes, de esa semana, de ese día y sus días rodeando el momento de mi hundimiento más profundo en el mar del desconcierto, de la ausencia, de la angustia, del dolor. Mar del que pude ir saliendo, de a poco, sin ahogarme del todo, pero con olas altas como gigantes que sacudían mi cuerpo convertido casi en esqueleto danzarín.
Es ahí cuando están las manos amigas, las del cariño, las de la familia de sangre y de la otra, la del Amor, con mayúsculas. Pero a pesar de todo, uno está solo, absolutamente solo ante el maremoto de los sentimientos y la angustia de saber. Conocerse, descubrirse, darse cuenta de una vez por todas. Y no hay vuelta atrás. Después de esa muerte, hay que volver a nacer. Hay una transformación, tan dolorosa quizá como el instante previo a la Muerte. En esos instantes, días, me despedí de algo que era parte de mi y ahora estoy abrazando mi nueva carne que asoma lenta, tranquila, brillante, paciente. No quiere apuros, desea que la esperen. No quiere violencia ni temores, quiere que la amen, como es. No quiere ser perfecta, sólo ser, como pueda ser. Así me siento. Naciendo, nuevamente. Y es tan doloroso como natural. A veces me pregunto cuántas pequeñas muertes y grandes nacimientos tendré que sostener a lo largo de mi vida… sólo espero tener la fuerza siempre para ir hacia adelante, aunque cueste. Y si no la tengo, buscar ayuda y encontrarla. Con calma, la calma que precede a la tormenta más bella y más tremenda que se da dentro de uno mismo.

domingo, 21 de marzo de 2010

La vida es juego


Vida no es una señora vieja, no es una mujer. La imagino como un niño. No importa el sexo, no importa el color de su piel o sus rasgos, sino su carácter: cruel. Pero no hablo de “maldad”, digo “crueldad” porque ésta tiene mucho más que ver con los niños, con su sinceridad a prueba de prejuicios y valores. Ellos expresan de manera contundente lo que muchos piensan pero no dicen. Pero esa es la crueldad de los niños, la que encierra cierta ingenuidad. La vida no es ingenua, porque es un niño-viejo, como un vampiro que siempre está sediento, siempre. Y siempre quiere jugar. Es incansable, porque es infinita, y su vitalidad también, por supuesto. Entonces, nos invita y nosotros caemos en su trampa como niños, otra vez. Nos lleva de la mano y jugamos a la ronda redonda, bailamos a su ritmo desenfrenado y creemos en la felicidad eterna. Algunas noches jugamos a las cartas, y cuando tenemos la mejor mano, la vida nos cambia de juego porque dice que se aburrió, y nos damos cuenta de que las cartas estaban marcadas y nunca tuvimos oportunidad. Niño o niña vampiro, nos toma suavemente y nos da clases de ajedrez sentados a una mesa que tiene el tablero dibujado. Pero no hay manera de ganarle… nos da respiro por un tiempo, para que sintamos el sabor del triunfo en la punta de la lengua, pero pronto desdibuja el tablero y nos quedamos sin nada. Cuando juega a las escondidas sufrimos demasiado: no la vemos, está lejos, se nos va, nos enfermamos el cuerpo, el alma, como sea, la vida nos parece un fantasma. Pero ella decide, casi siempre y entonces vuelve brillante y aparece de entre bambalinas para desplegar sus alas de vampiro disfrazado de querubín radiante y celestial. Y nosotros otra vez confiamos. “Humanos tontos y mortales”, pensará mientras juega con nosotros al bingo, a la lotería, a las damas, a la ruleta, al póker, al truco, al gallito ciego… nunca termina, nunca se cansa. Y nosotros tratamos de seguir su ritmo, o acomodar nuestro ritmo al corazón que late dentro nuestro marcando como un reloj, que aún es tiempo de salir a jugar. Hasta el día que, sin ningún motivo, se canse de nosotros y nos suelte de su ronda redonda y nos deje solos para siempre. Con su hermosa mirada, tan cruel y tan poco compasiva, la veremos alejarse de nuestro lado y la extrañaremos, a pesar de todo o por eso mismo. La vida es juego, vamos a jugarla. A jugarse. ¡Juguemos!.

jueves, 11 de marzo de 2010

Duma Key


“…cuando la memoria se aferra a un recuerdo con su máxima fuerza, nuestros propios cuerpos se convierten en fantasmas y nos rondan con los gestos distintivos de nuestra propia juventud…”
Stephen King, Duma Key

La tentanción de citar a un autor cuando me pone frente algo irrefutable, al menos para mi y en este momento de mi vida, es imposible de ignorar. Duma Key es un libro de los grandes, en todo sentido: más de setecientas páginas que no se pueden dejar de leer o ir a grandes zancadas, porque cada una de ellas es un instante en la vida de Edgar Freemantle. No importa en sí el nombre del protagonista, ni siquiera que es un constructor exitoso que de pronto pierde su brazo derecho y su matrimonio se va a pique, ni tampoco es importante que se traslada a un sitio apartado en una isla del Golfo de México, precisamente, a Duma Key. Lo importante de este libro, es que es uno de los grandes, uno de esos que King ha escrito poniendo toda la carne al asador (o a la barbacoa, en su caso). Como Carrie, como El resplandor, como tantos otros de los buenos, éste es buenísimo. Y toca profundo los temores más inmensos que tenemos todos los humanos, con ese toque sobrenatural que hipnotiza y hace la lectura más atrapante aún. Sale del drama para meterse en una dimensión donde conviven una anciana con Alzheimer avanzado, un ex abogado, casi suicida, y otros personajes que encuentran, por algún “click” en sus vidas, el paso a una “nueva vida”.
Hago un ejercicio con este libro: Olvido de que se trata de una novela y corro de la escena el elemento sobrenatural que enriquece la trama. Me impresiona la reflexión del autor, que a su vez escribe este libro luego de haber sufrido él mismo un accidente casi mortal. “Todos podemos ser Edgar Freemantle” concluyo ante el ejercicio. Ese hombre que, ante la pérdida concreta de su brazo y de su vida anterior, renace cuando comienza a pintar, cuando se encuentra solo con su limitación física, con su enojo y su ira, con sus carencias. De ese “tocar fondo”, es de donde sale su arte. Desenfrenadamente, locamente, instintivamente, sin aprendizaje alguno, más que el de haber dibujado planos durante muchos años, se lanza a usar lápices y pinceles y se convierte, sin desearlo, en un artista admirado y codiciado por las galerías más renombradas.
La historia sigue, y sigue, y es para no dejarla. Pero no voy a contar más. Sólo quiero poner el foco en esto. En cómo es posible avanzar, recuperando tal vez un sutil movimiento o gusto que habitaba nuestro ser en el pasado. Sus garabatos, en el pasado, nunca pretendieron ser más que eso. Pero alguien le recordó que los hacía, y así nació el artista, que siempre estuvo adentro. Buscar en el pasado lo que nos puede haber quedado sin desarrollar, por la razón que sea, es un ejercicio interesante y seguro, siempre productivo. No hay excusas de falta de tiempo, de momento no adecuado… para expresarse siempre debería haber tiempo suficiente. Vamos a buscar ese tesoro, por el placer de la búsqueda misma.

martes, 9 de marzo de 2010

Solos y solas


Miro con curiosidad esos avisos de viajes, encuentros, bailes, reuniones que se promocionan para “solos y solas”, como si se tratara de una nacionalidad, un grupo religioso o grupies de quién sabe quién. Pero no, todo sabemos a qué se refieren los avisos: a la gente que no está en pareja, o está pero va a esos lugares para “hacer como que no está”. Como sea, me da curiosidad el sentido que tiene para un “solo” o “sola” leerse así, ser llamado de esa manera, como si la pareja fuera lo que lo convierte en alguien como todo el mundo; si no está acompañado en ese sentido, está solo. Peor aún, es un “solo” o una “sola”. Una palabra que podría haber sido cualquier otra, pero que alguien acuñó hace siglos para definir a quien no está en pareja. Mi curiosidad se torna sospecha y algo más. Tal vez sea porque la vida me va dejando rastros que sigo como poseída para descubrir que todos somos “solos y solas” ante ciertos momentos por los que tenemos que pasar, sentarnos a contemplar el horizonte negro, mirar adentro nuestro y no ver nada bonito, mirar a nuestro lado y asustarnos de tanto dolor, como si fuéramos, otra vez, chicos y no hubiera consuelo posible.
Pero esa soledad es a veces necesaria para rehacernos, para vivir la vida posible que elegimos a cada paso. Sin soledad no hay posible mirada interior, sin soledad, no es posible construir lo que queremos. Acompañarse de amigos, de seres que amamos, de familia de sangre y de la otra, que nos hacen felices con su sola presencia, es reparador y benéfico. Es una transfusión de energía a un nivel incomparable. Pero la soledad no es siempre oscura, no es siempre “estar sin pareja” y muchas veces, quien sabe estar solo sabrá echar semillas nuevas en la tierra elegida y no habrá error posible, porque el corazón en reposo y en silencio sabe mirar de verdad. Y habrá espinas, claro, habrá pozos en el camino de tierra, habrá sensaciones que será necesario pasar a solas. Pero el camino será el que cada uno elija y eso es lo más valioso que tenemos: la capacidad de elegir, dentro del menú que nos ofrece la vida. ¡Que no es poco!

lunes, 1 de marzo de 2010

Bla, bla, bla

La mujer habla, habla, habla, bla, bla, bla… Yo escucho pero hago como que no escucho. Es que no puedo creer lo que estoy escuchando. Y por eso trato de distraerme. Pero es más fuerte su voz, más gritona, que la de los chicos que juegan cerca y más ruidosa que el mar y el viento que hay a mi alrededor. El sol nos calcina y pienso entonces, que su cerebro esté un poco recalentado y por eso dice lo que dice desde su boca fruncida, pero enseguida me doy cuenta de que no es la primera vez que lo hace. Es de la clase de mujer que en esto tiene práctica y años de entrenamiento. No está improvisando: es una profesional.
Es rubia, teñida, de pelo corto y cuidado. Andará por los cuarenta largos. Tiene cara de joven, pero una actitud de mujer demasiado gastada. La malla enteriza, negra con bordes blancos, cubre sus abundantes pechos y su panza saliente. Desparramada en una reposera, mira al sol de costado, porque sus ojos se clavan sobre todo en la otra reposera, la de al lado. En ella descansa un cincuentón al que sólo veo su peluda espalda. Es su esposo, comprendo al rato de escucharla, ese que está debajo de la sombrilla.
Ella no para de decirle cosas. Horribles, todas. Tal vez a él no le parezcan tan terribles, o haya logrado encontrar la fórmula para no escucharla más estando a su lado. Él no se mueve. No le responde, no la mira. Mira al mar. La señora esposa le dice que “claro que cuando vaya a Miami va a ir con Roberto a comprar, porque con él no va, porque él le hace probar todo antes de comprar y a ella le gusta comprar sin probar”, y entonces le dice “que hay gente que nace para mandar y otra para ser mandada, y que él no es como ella que nació para mandar, que a él lo pasan por encima todos” y no se queda ahí la cosa, porque la remata diciendo que “mejor que la camioneta la compremos roja, porque vos sos yeta, ¿entendés? Sos yeta” y así, la seguidilla de cosas.
¿Cómo una persona puede maltratar así a otra?¿Cómo la otra persona puede dejarse maltratar así? Imagino entonces, qué es lo que ese hombre está pensando… si durante años, y cada día de su vida esa mujer le habla de esa manera. Siento vergüenza de ser testigo sin querer serlo, de algo tan privado y a la vez tan denigrante. Porque ella despierta un desprecio atroz, pero también lástima. Y él, bueno, él podría convertirse en uno de esos hombres que encuentran la causa para huir a otra vida en la mancha de café que no salió de la camisa que más amaba. Porque así lo imagino. Pero yo sólo estoy escuchando la campana que no para, el taladro de ella. ¿Qué motivos tendrá? ¿Qué culpa le estará haciendo pagar a su marido para tanta salvaje acusación? Y un día, el hombre se cansará de esa mujer y la dejará, seguramente con todo el dinero, con la casa, con todo, pero se irá, tal vez a Miami con su secretaria a comprar de todo sin probar nada antes.