sábado, 28 de noviembre de 2009

Ausente presente


Esa noche desperté ausente. No estaba, aunque si estaba. En la cama había un cuerpo, un rostro en reposo, músculos en descanso. La cabeza hacia un lado, un brazo colgando y casi tocando el piso y el otro sobre la almohada. Era mi cara, si, la reconocía, pero yo no estaba ahí. Era yo la que me había levantado y había salido de ese contenedor ahora extraño, en cierta forma. Era toda luz, memoria, calma. Sabía que era un sueño, porque veía subir y bajar levemente mi pecho, intuía la respiración, a pesar de estar fuera de mi.
¿Qué era lo que tenía que hacer? Una fuerza inevitable me llamaba tanto como para sacarme de mi propio cuerpo. Volé durante horas, salté primero desde la terraza y no tuve miedo. Flotaba como un globo, una hoja, un papel, arrastrada por el viento y a la deriva. Hacia algún lugar tenía que ir. Una necesidad imperiosa adormecía mi cabeza, despertaba todos mis sentidos. Olía cada aroma con el detalle de un sabio en perfumes: pasto, jazmines, dama de noche, perros, gatos, una cena tardía de sopa de verduras. Veía hasta el punto más lejano, no importaba lo oscuro que parecía el paisaje nocturno. Saboreaba el viento que daba fuerte en mi boca, entraba por los labios, y despertaba un ansia poderosa. Quería llegar. Escuchaba al detalle las tenues conversaciones que la madrugaba aún conservaba, un bebé llorando, dos personas discutiendo, los amantes trasnochando…
Y al fin, mi ser separado de mi cuerpo sintió un tirón muy adentro que lo detuvo en seco. Caí como quien de golpe se queda sin suelo bajo los pies. Caí profundo, abajo, abajo… no podía detenerme. Al fin, una suave tela dorada me envolvió y me sujetó. Todo fue en un segundo. El calor más intenso, el frío más desolador, el placer de la locura y la dicha de la plena felicidad. La tela dorada fue soltándome, dejando al descubierto lo que yo era sin mi cuerpo. Apenas una luz, un reflejo violeta, casi azul. Energía pura, sólo eso y nada menos que eso.
Cuando la tela me soltó por completo, desperté en mi cama, otra vez en mi cuerpo recuperado. Un sueño, un viaje a las profundidades de aquello que a veces inquieta, pero que es irresistiblemente fantástico.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Huellas


Camino por la ciudad con una nueva mirada detrás de mis ojos. Algo cambia con el tiempo. Y es que hay un tiempo, cualquiera, que no tiene que ver con la edad que dicta el documento, ni con la que aparentamos tener, ni con la que soñamos retener o alcanzar. Es en ese tiempo en el que descubrimos la verdadera misión de estar en el camino, tránsito inesperado, siempre solos aunque acompañados, doloroso y maravilloso a la vez.
Dejamos de ser observadores, de caminar cuidadosamente por la línea pintada por otros, para sorprendernos por la nueva línea que nuestras propias huellas van alimentando. No son huellas de nuestras pisadas, son huellas que se nos anticipan al pisar, que delinean el rumbo. Es la consciencia más profunda de que el camino lo hacemos nosotros.
Antepasados remotos bailan a mi alrededor, en una noche de luna llena que inunda con su luz el lugar más apartado del bosque. Es un sueño, lo se, pero no me importa. Es tan real como cualquier otro episodio de mi vida pasada, presente, futura. No tengo miedo. Están conmigo las mujeres que armaron mi familia antes que yo, las que conocí y pude abrazar (Ema, Haydée, Ramira, Chola…) las que aún están físicamente conmigo (mi madre, Pepa, Alicia…), las que no llevan mi sangre, pero sin embargo, son parte de mi vida (Carmen, Cris, Matilde…). Todas ellas me acompañan, silenciosas, sabias, consejeras. Me dan la mano y arman una ronda inmensa que se pierde. No veo algunos rostros, porque el tiempo que pasó es mucho. Algunas mujeres son extrañas para mi, pero se que son parte de mi. Serán hermanas de la bella Sicilia, de los Pirineos, de la costa gallega, de las islas griegas… Juntas vamos transitando el camino. Y ahí están también mis hijas, las dos, tomadas cada una de una de mis manos. Es perfecto. Todo es perfecto. Es un sueño, si, pero qué maravilla este sentir.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Invitación


Está oscuro. Parece que el cielo hubiera decidido borrar todo rastro de luz esta noche. Y no hay luna, no hay nada en el alto abismo sobre mi cabeza. Arriba, la inmensa manta tejida de estrellas ya no está tendida. No hay redes de nubes levitando perdidas hacia alguna parte. No hay estrellas fugaces, cruzando las sierras de este a oeste para anidar en la parte más alta. No hay satélites rondando la ronda redonda de la infancia.
Cuando éramos niños, lo natural era acostarnos boca arriba sobre el pasto húmedo, taparnos con una frazada a cuadros y mirar lo que hubiera más allá. Adivinar qué nos decían las estrellas era un juego magnífico, un disfrute del alma y del cuerpo. Tocabas mi mano suavemente y la apretabas tanto que a veces pensaba que ibas a lastimarme. Pedíamos deseos, nos contábamos mentiras y algunas verdades, historias de terror y cuentos de príncipes que salvaban a hermosas princesas abandonadas. Nunca nos mirábamos mientras estábamos acostados así, tan felices.
Pero crecimos, y ahora no hay luna, ni estrellas. No nos detenemos a mirarlas, por eso no están. Están para otros, para los que saben levantar la vista y volar, y contarse historias imaginadas o leídas, en voz baja, sobre el pasto húmedo, tapados con una frazada. Para nosotros ¿qué hay? Miremos al cielo, esta noche invita y así tal vez, volvamos a ver las estrellas, los satélites, las estrellas fugaces. Quién sabe...


jueves, 12 de noviembre de 2009

Árbol




Abrazar un árbol es algo que debería indicarse por prescripción médica, ser materia obligatoria en la escuela y hecho necesariamente a repetir a diario. Así como algunos van cada domingo a misa, otros dejan de hacer lo que sea para ponerse a rezar varias veces al día, abrazar a un árbol es la mejor fuente de energía que pueda existir sobre este planeta. Nada es igual, después de abrazar un árbol con la consciencia de lo que estamos haciendo.

Hay árboles nuevos, delgados, de pocas hojas, que uno abraza con delicadeza porque teme que se quiebren. Pero no nos dejemos engañar por las apariencias: son resistentes, son los que se pueden doblar hasta casi tocar el suelo, y volver a subir sus ramas sin quebrarse.
Otros, más generosos, con forma de botellón, como el lapacho, tienen feroces espinas que hay que evitar cuidadosamente para no lastimarse. Pero si al fin se encuentra el modo de abrazarlos, es maravilloso ese encuentro.
Algunos están cubiertos de trepadoras, que anudan su tronco y sus ramas, que aprietan las hojas y se funden con ellos. Son árboles de selva, de jardines, de hermosos y oscuros paisajes. La humedad los rodea y el abrazo puede ser pegajoso, pero no menos reparador que cualquier otro.

Sólo unos pocos árboles, muy pocos, son amplios de ramas, frondosos pero suaves, de hojas anchas y verdes, fuerte aroma y raíces profundas. Receptivos, abiertos de espíritu, habitan en cualquier clima, pero prefieren enraizarse donde hay viento, porque son los más duros, los de corteza más hermética. Sin embargo, por dentro son de carne tierna y tienen la savia más brillante y más verde que pueda uno imaginar, un ácido jugo de esmeraldas que hasta dan ganas de beber de uno de sus poros. Abrazar un árbol de esos, en medio del bosque profundo del Sur, es la experiencia más real y más hipnótica que pueda sentir un ser humano.
Abrazar uno de estos árboles causa una conmoción insospechada, una sensación incomparable. Los nervios del cuerpo se relajan, las manos aprietan una materia inesperada, se hunden, se funden, uno y otro, árbol y ser humano. No hay savia, no hay sangre, se es una sola cosa, una mezcla abrumadora que a la vez, da paz. Y cuando al fin, se es consciente de que uno es parte de esa naturaleza dormida que despierta, la vida brilla de manera contundente.
Si lográramos salvar siempre las espinas, el abrazar un árbol sería un ejercicio feliz y saludable para todos y para toda la vida.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Milagro


La tarjeta hace click en la puerta. Un espacio silencioso y vacío me recibe. Árido como un hueco en el desierto más remoto. Frío e inmenso como la tierra en el Polo Norte. Algo helado pega en todo mi cuerpo, que apenas se resiste después de un día caluroso y agobiante. El bálsamo reparador que limpia las ruinas del viaje. Enciendo una pequeña luz. Todo parece blanco y negro, porque es blanco y negro, aunque hay algo plateado, algo cobre en un rincón y una pintura de flores frescas que regalan el único toque de vida a la habitación. Estoy lejos de casa. Me siento fuera de mi, extraña. Extraño. Me extraño.
El baño no es menos blanco y pulcro que el resto. Dejo que el agua fría llene la bañera y el perfume de unas sales de lavanda inundan todo. Busco algo para tomar, bajo el aire acondicionado para no morir tempranamente de un espasmo, me saco la ropa y la tiro al piso, hago uso y abuso del wi-fi y pongo música on line. Qué rareza es un cuarto de hotel… no hay tiempo, no hay espacio. Me zambullo en el agua, la voy entibiando y me recibe blanda, sedosa, como una tela que abraza mi piel. Llegar, al fin, después del trayecto impensado del día más caluroso del año. Siento mi respiración en el fondo del agua, tapando mis oídos eso es posible y me gusta. La música aparece y desaparece. Cat Power me arrulla arrastrando las palabras. Salgo del agua, no sin esfuerzo y me froto el cuerpo. Me seco, me peino, me estiro en la cama y me quedo así, perdiendo el tiempo. Qué maravilla… tan poco tiempo tenemos que nos olvidamos a veces de perderlo. Así es, en esos espacios tan raros es donde a veces, suceden los milagros.

Fiesta


Una gota derrama por la orilla menos esperada. Un camino poco explorado, empieza a verse a lo lejos. El horizonte hierve y se derrite, como ahumándose, delante de mis ojos que no esperan nada de tan secos hoy. Y sin embargo, llueve a cántaros, llueve como si nunca antes hubiera caído agua del cielo, llueve como si un gran telón se hubiera corrido de una vez y para siempre. Es la ausencia, es el silencio, es la falta de algo en mi interior, es la partida del tren anunciada en el cartel de la estación mientras tu mano saluda a través de la ventana. Como si fuera ayer. Como si fuera hoy. Como si fuera yo.
Y el tiempo desata, desanda, deslumbra, desubica, desalienta, despliega, desplaza, desvía, desconecta, desmenuza, desmiembra.
Y después, nos toca construir, compartir, acompañar ese tren repleto que partió. Y será entonces cuando te pida que atemos las cuerdas, acompañemos a los músicos, alumbremos el camino, aprendamos juntos, ubiquemos las huellas, alentemos al fuego, reemplacemos al dolor por la alegría, encausemos al río por su senda, conectemos tu alma con la mía, recompongamos la noche que ya estará estrellada y rearmemos esta vida.
Festejemos… que no hay tiempo que alcance para danzar de la mano en medio del bosque.