jueves, 22 de octubre de 2009

Corteza




Verdes, transparentes, de anchas nervaduras y bordes aserrados, se asoman al cielo tus hojas. La brisa del mar las mueve despacio y el viento de los cerros las sacude y las tuerce, las pellizca con ánimo de molestarte. Pero son tercas tus hojas, y vuelven a erigirse salvajes, rebeldes. Brotan audaces de tus ramas largas y abundantes que tan quietas parecen. Apenas con los años se las ve moverse, cambiar, romperse, rehacerse. En el instante son inmóviles, aunque la savia corra por ellas tan viva, como la sangre. En el transcurrir son más frágiles ante las tormentas, pero siempre sobreviven y rebrotan, donando nueva fuerza a todo tu ser. Escalan por tu tronco unas hormigas empeñadas en llegar hasta tus hojas. Un pájaro carpintero hace toc-toc-toc sobre tu corteza dura. Los surcos marcan los años que pasaste sobre esta tierra fresca, tu nacimiento, tu alzarte hacia el cielo, tus años primeros, tu madura piel que ahora está más seca, pero no menos inquieta. Y abajo, más allá de lo que dejás ver, las raíces se nutren de un suelo rico, negro, arcilloso, naranja, húmedo, picante, grumoso. Blandos nervios ramificados se entrecruzan y abrazan, llenando un inmenso espacio en un universo diferente. La fuerza llega desde ahí tan intacta y perfecta que parece imposible. La vida las envuelve, y tus raíces como brazos, la toman a raudales, la exprimen para saciar la sed que será hoja, que será flor, que será fruto, que será nueva corteza.