Hay momentos, días o instantes, en que todo mi cuerpo es una gran nariz. Huelo hasta los no olores de mi alrededor. La cercanía de cualquier cosa o persona, animal o espacio, trae hasta mi un aire especial y diferente.
Las cosas tienen olores. Los zapatos guardados durante todo el invierno, las carteras de cuero cerradas, la ropa guardada en las bolsas de nylon con flores de lavanda o sin ellas, el cajón de la ropa interior, las toallas recién lavadas y secadas al sol, los huecos de las paredes, los ladrillos, la madera, el fuego tiene miles de olores, el agua también puede tener olor, un hierro oxidado, una casa entera.
Las personas tienen olores, que van de lo más hipnótico a lo más desagradable, que también puede ser hipnótico. Hay personas dulces, amargas, cítricas, de pino y bosque, de manzanas, de roble, de caramelo, de carbón, de tabaco, de años vividos, de niñez, de libros, de campo, de pinceles. Algunas me espantan con su olor a violencia, a sangre y metal, a resentimiento y odio, a envidia; porque todo eso se huele. En los días en que soy toda nariz y mi sentido del olfato parece opacar todos los demás, mi cuerpo entero puede oler.
Como un animal, mi instinto me pone en alerta, para bien o para mal, en ciertos momentos en los que es mejor ser toda nariz. Cuando el olor de alguien es tan intenso, tan magnético y único que se pega como huella, cuando hay en ese olor un recuerdo de otras vidas, casi, del propio origen, de la belleza, de la felicidad inalcanzable, de presente intenso y de gran ternura, de comunión absoluta, la nariz puede dominar todo y no querer dejarme. Es entonces cuando ella reina por unos días rastreando como animal perdido por el bosque de calles y veredas, ese olor, el único, el más maravilloso, el que necesita para respirar. Y yo la dejo, porque al final se calma y deja volver a mi cuerpo todos los demás sentidos. Porque la nariz sabe que ese olor está cerca, porque lo probó una vez y ya no quiere dejar de sentirlo.