Cuando era muy chica, tan chica que apenas llegaba al mostrador de madera del almacén del barrio, me enamoré por primera vez.El chico que atendía tenía una voz increíble, grave y sonora, pero a la vez, portadora de una peligrosa dulzura capaz de encantar a las serpientes. Yo tendría unos ocho años, y él unos quince, y era el hijo del almacenero. Mi amor se limitó a mirarlo y escucharlo durante un par de años.En ese tiempo, las galletitas se vendían “sueltas”, la variedad no era la que existe hoy en los supermercados y kioscos, y casi nadie se tomaba la molestia de ponerse un guante o bolsita en la mano para servirlas de la lata y llevarlas a la bolsa. Yo pedía siempre las mismas: las galletitas con forma de pez. No se si las probaron, pero en ese momento eran una maravilla, junto con las Manón, las Ópera, las Chocolinas y las Melba. Pero “las de peces” tenían algo particular, algo diferente, y a mi se me antojaban misteriosas. Cuando el chico del almacén las agarraba, en sus manos parecían peces de verdad, no de masa azucarada. Los colores me los inventaba yo misma, las pintaba entre sus dedos, y hasta gotitas parecían caer dentro de la lata, como si llegaran húmedas a la bolsa.
Pasaron muchos años, muchos. El primer día que dejé a mi hijo en el jardín de infantes, caminé unas cuadras hasta la parada del colectivo para irme, algo angustiada -debo confesar- hasta mi lugar de trabajo. Pero antes de llegar a la avenida, en una esquina encontré un oasis: una galletitería con latas, de todos los colores, que encerraban variedades de aquella época casi olvidada. Entré por curiosidad, y me asomé por entre las latas para ver qué había. No se imaginan mi cara cuando descubrí los peces azucarados, asomados desde una de las latas relucientes. Claro que no estaba el chico del almacén, y yo ya pasaba sobradamente la altura del mostrador, que ya no era de madera, sino de fórmica blanca. En su lugar, me atendió un sesentón charlatán, de ojos profundamente celestes. Inmediatamente nos caímos bien; hablamos del tiempo, del verano que terminaba, de los hijos, y de las galletitas de peces, claro. Me llevé medio kilo, y me comí unas cuantas al salir. No se si tenían el mismo sabor, pero ese encuentro me quitó la angustia que traía, me devolvió un poquito de ese gusto a primer amor que nunca se olvida, de esas tardes de leche calentita en la mesa del patio, de infancia con amigos en la vereda, de colegio temprano, y todo el día por delante para hacer, justamente, nada de nada.Durante tres años, repetía semanalmente el ritual: la caminata, la compra, la charla. Era para mí la prueba perfecta de que el sabor perdura en el tiempo, en la lengua, en la hipófisis, en la consciencia, en el alma. Un día, la galletitería no estuvo más. Se puso en venta el local, y al tiempo abrió ahí una inmobiliaria. Nunca quise preguntar nada. Mis peces se fueron con el sesentón de quién nunca supe el nombre. Ahora, desde hace un tiempo ya, las galletitas de peces se consiguen en los supermercados, como si nada hubiera pasado. No tienen el mismo sabor, pero yo se las compro a mis hijos siempre que puedo, creo que para poder robarles una por lo menos y tratar de sentir otra vez ese gustito a niñez.
(escrito en Julio 2009)
Pasaron muchos años, muchos. El primer día que dejé a mi hijo en el jardín de infantes, caminé unas cuadras hasta la parada del colectivo para irme, algo angustiada -debo confesar- hasta mi lugar de trabajo. Pero antes de llegar a la avenida, en una esquina encontré un oasis: una galletitería con latas, de todos los colores, que encerraban variedades de aquella época casi olvidada. Entré por curiosidad, y me asomé por entre las latas para ver qué había. No se imaginan mi cara cuando descubrí los peces azucarados, asomados desde una de las latas relucientes. Claro que no estaba el chico del almacén, y yo ya pasaba sobradamente la altura del mostrador, que ya no era de madera, sino de fórmica blanca. En su lugar, me atendió un sesentón charlatán, de ojos profundamente celestes. Inmediatamente nos caímos bien; hablamos del tiempo, del verano que terminaba, de los hijos, y de las galletitas de peces, claro. Me llevé medio kilo, y me comí unas cuantas al salir. No se si tenían el mismo sabor, pero ese encuentro me quitó la angustia que traía, me devolvió un poquito de ese gusto a primer amor que nunca se olvida, de esas tardes de leche calentita en la mesa del patio, de infancia con amigos en la vereda, de colegio temprano, y todo el día por delante para hacer, justamente, nada de nada.Durante tres años, repetía semanalmente el ritual: la caminata, la compra, la charla. Era para mí la prueba perfecta de que el sabor perdura en el tiempo, en la lengua, en la hipófisis, en la consciencia, en el alma. Un día, la galletitería no estuvo más. Se puso en venta el local, y al tiempo abrió ahí una inmobiliaria. Nunca quise preguntar nada. Mis peces se fueron con el sesentón de quién nunca supe el nombre. Ahora, desde hace un tiempo ya, las galletitas de peces se consiguen en los supermercados, como si nada hubiera pasado. No tienen el mismo sabor, pero yo se las compro a mis hijos siempre que puedo, creo que para poder robarles una por lo menos y tratar de sentir otra vez ese gustito a niñez.
(escrito en Julio 2009)