Hoy es un día azul metalizado. De sabor ácido como los caramelos de ananá que, quién sabe porqué, son precisamente de color azul. Sabe a metal mi boca, algo seca, algo deshidratada. Mi boca que no encuentra saciarse con la lluvia, con el agua, con la miel, con nada. Hoy es un día áspero, rugoso, que aprieta mi pecho hasta hacer doler las costillas, que crujen, se quejan de tanto ardor.
Hoy el día se viste de nostalgia, de cielo acaramelado, de manzanas, de árboles y bancos de plaza. Hoy la gran reina del pasado se sienta almidonada sobre mi cabeza y no me suelta. Sacudo mis hombros, camino rápido, esquivo su mirada, no quiero ni olerla, pero nada: salta hábil sobre mis sentidos y no me deja. Quiere decirme algo, quiere contarme una historia. Yo no se si quiero escucharla, pero no puedo salvarme de su relato. Debo escuchar para aprender.
Sabia, inmensa e inteligente, la reina me cuenta la historia, sin evitar ni un detalle. Y mis ojos se humedecen, se abren, se achican, se llenan, se ríen, se pierden. Mi memoria vuela sobre el tiempo de la noche que ya llega, a este día azul metalizado. El cuento no tiene principio, no tiene final. Es un círculo precioso, de hechos más o menos importantes, una historia matizada por nombres, lugares, que podrían no ser, pero son, aunque no importa que sean.
Quiero correr al encuentro de la noche. Ver la luna llena, plena, redonda, mansa, altiva, hipnótica, rebosante, desmesurada, atrevida. Quiero ir desvistiendo mi persona, desprendiendo mi andamiaje, desarmando mis costuras, mientras corro al encuentro con la luna. Fue un día azul metalizado. La luna no parece estar menos triste que otras noches de luna.