viernes, 16 de noviembre de 2012

Río

Sola, entro en el paisaje silencioso de un río sin palabras y revuelto.
Camino con las manos y los pies, me pongo de rodillas y siento los guijarros hundirse en la carne hasta los huesos. Quiero inundarme con el rugido apagado de la corriente entre los juncos.
El agua me toca y me abraza, pero no es ni dulce, ni cálida. Es un tironeo constante y doloroso, que empuja hacia adelante mi cuerpo con la fuerza de un caballo desbocado. Al fin, me canso y dejo que el río me levante y me sacuda, me hamaque con vehemencia hacia el centro de su cauce. Soy la misma, otra vez, cuando vuelvo a la orilla. El agua deja en mí algo de ese brillo que alguna vez fue nuestro.