sábado, 26 de diciembre de 2009

Navidad


Es rareza de sentimientos y gustito a sidra con frutillas. No es recuerdo, ni voces del pasado. Es abuelos saludando desde las estrellas, aunque el cielo no acompañe. No es papá, ni Noel, ni del otro. Es papá en la película de la infancia, cuando más hacía falta. Es hijos, felicidad y risas, ruido de charlas alrededor de una mesa que desborda de comida casera. No es mi fiesta, no es cualquier fiesta. Es una fiesta con muchos sentidos, con mucho. Es pan dulce, es postre con crema, es regalitos para todos alrededor de un árbol, debajo de la cama, en cada rincón. No es brillante, aunque haya fuegos artificiales. Es luz tenue, de una noche con velas, con reflejos tímidos, con humores y amores que se mezclan. No es un corazón vacío. Es un corazón de almendras con miel, de árbol que crece, de sueños, de presente. No es lo que parece. Es lo que es.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Había una vez...


“Había una vez…” así empezaba los cuentos mi abuela. Y después, el todo. Navegar quién sabe hacia qué tierras inhóspitas, salvajes, arenosas, boscosas, de hombres valientes o terribles y mujeres astutas, sabias o inocentes. Sus relatos tenían los condimentos irresistibles que ella misma sabía ponerles: misterio, para despertar la curiosidad hasta en los más desatentos; drama y amor, para atrapar la atención de las chicas; aventura y terror, en su cuota justa, la suficiente como para que ninguno de los chicos abandonara su lugar en la ronda. Y si había adultos cerca, el doble sentido escapaba de su afilada lengua y su media sonrisa, casi sin disimulo.
Los cuentos son de los que los tejen y de los que tienen el placer de destejerlos. Nunca es lo mismo para dos personas. Esos cuentos, no nos dejaban la misma sensación a todos. Si yo imaginaba una heroína morocha y de ojos verdes, con largas trenzas y espada al hombro, montada sobre un gran dragón volador, otros la hacían una delicada princesa de cabellos dorados, o plateados de tan claros que eran, yendo de un lado a otro con total gracia y elegancia, sobre sus propios pies alados.
Tan dúctiles eran las palabras de mi abuela, que todo era posible en sus relatos. La imaginación era la verdadera protagonista, el molde sobre el que vertíamos nosotros mismos el contenido de nuestros sueños junto a los suyos. Ella tenía el don de preguntar en el momento preciso mientras tejía la red de la historia: -¿y ustedes qué imaginan que pasó entonces?- y lograba sacarnos de la boca las cosas más insospechadas y más inverosímiles que podíamos haber dicho alguna vez. Con ese alimento casero, como sus tortas o buñuelos, fuimos creciendo todos a su alrededor.
Los cuentos tienen la pasión de la entrega si se narran con el corazón abierto. Los cuentos tienen el espíritu de un regalo hecho por un artesano y son imposibles de valuar. Los cuentos nos transportan a otras vidas y a otros mundos, para poder hacer más soportable un momento doloroso, una pérdida, un olvido, un adiós. Los cuentos son remedios para el alma, para el cuerpo. Porque como decía mi abuela, “son una misma cosa, alma y cuerpo, lo blando y lo duro de una misma cosa”.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Luna de metal

Hoy es un día azul metalizado. De sabor ácido como los caramelos de ananá que, quién sabe porqué, son precisamente de color azul. Sabe a metal mi boca, algo seca, algo deshidratada. Mi boca que no encuentra saciarse con la lluvia, con el agua, con la miel, con nada. Hoy es un día áspero, rugoso, que aprieta mi pecho hasta hacer doler las costillas, que crujen, se quejan de tanto ardor.
Hoy el día se viste de nostalgia, de cielo acaramelado, de manzanas, de árboles y bancos de plaza. Hoy la gran reina del pasado se sienta almidonada sobre mi cabeza y no me suelta. Sacudo mis hombros, camino rápido, esquivo su mirada, no quiero ni olerla, pero nada: salta hábil sobre mis sentidos y no me deja. Quiere decirme algo, quiere contarme una historia. Yo no se si quiero escucharla, pero no puedo salvarme de su relato. Debo escuchar para aprender.
Sabia, inmensa e inteligente, la reina me cuenta la historia, sin evitar ni un detalle. Y mis ojos se humedecen, se abren, se achican, se llenan, se ríen, se pierden. Mi memoria vuela sobre el tiempo de la noche que ya llega, a este día azul metalizado. El cuento no tiene principio, no tiene final. Es un círculo precioso, de hechos más o menos importantes, una historia matizada por nombres, lugares, que podrían no ser, pero son, aunque no importa que sean.
Quiero correr al encuentro de la noche. Ver la luna llena, plena, redonda, mansa, altiva, hipnótica, rebosante, desmesurada, atrevida. Quiero ir desvistiendo mi persona, desprendiendo mi andamiaje, desarmando mis costuras, mientras corro al encuentro con la luna. Fue un día azul metalizado. La luna no parece estar menos triste que otras noches de luna.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Ausente presente


Esa noche desperté ausente. No estaba, aunque si estaba. En la cama había un cuerpo, un rostro en reposo, músculos en descanso. La cabeza hacia un lado, un brazo colgando y casi tocando el piso y el otro sobre la almohada. Era mi cara, si, la reconocía, pero yo no estaba ahí. Era yo la que me había levantado y había salido de ese contenedor ahora extraño, en cierta forma. Era toda luz, memoria, calma. Sabía que era un sueño, porque veía subir y bajar levemente mi pecho, intuía la respiración, a pesar de estar fuera de mi.
¿Qué era lo que tenía que hacer? Una fuerza inevitable me llamaba tanto como para sacarme de mi propio cuerpo. Volé durante horas, salté primero desde la terraza y no tuve miedo. Flotaba como un globo, una hoja, un papel, arrastrada por el viento y a la deriva. Hacia algún lugar tenía que ir. Una necesidad imperiosa adormecía mi cabeza, despertaba todos mis sentidos. Olía cada aroma con el detalle de un sabio en perfumes: pasto, jazmines, dama de noche, perros, gatos, una cena tardía de sopa de verduras. Veía hasta el punto más lejano, no importaba lo oscuro que parecía el paisaje nocturno. Saboreaba el viento que daba fuerte en mi boca, entraba por los labios, y despertaba un ansia poderosa. Quería llegar. Escuchaba al detalle las tenues conversaciones que la madrugaba aún conservaba, un bebé llorando, dos personas discutiendo, los amantes trasnochando…
Y al fin, mi ser separado de mi cuerpo sintió un tirón muy adentro que lo detuvo en seco. Caí como quien de golpe se queda sin suelo bajo los pies. Caí profundo, abajo, abajo… no podía detenerme. Al fin, una suave tela dorada me envolvió y me sujetó. Todo fue en un segundo. El calor más intenso, el frío más desolador, el placer de la locura y la dicha de la plena felicidad. La tela dorada fue soltándome, dejando al descubierto lo que yo era sin mi cuerpo. Apenas una luz, un reflejo violeta, casi azul. Energía pura, sólo eso y nada menos que eso.
Cuando la tela me soltó por completo, desperté en mi cama, otra vez en mi cuerpo recuperado. Un sueño, un viaje a las profundidades de aquello que a veces inquieta, pero que es irresistiblemente fantástico.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Huellas


Camino por la ciudad con una nueva mirada detrás de mis ojos. Algo cambia con el tiempo. Y es que hay un tiempo, cualquiera, que no tiene que ver con la edad que dicta el documento, ni con la que aparentamos tener, ni con la que soñamos retener o alcanzar. Es en ese tiempo en el que descubrimos la verdadera misión de estar en el camino, tránsito inesperado, siempre solos aunque acompañados, doloroso y maravilloso a la vez.
Dejamos de ser observadores, de caminar cuidadosamente por la línea pintada por otros, para sorprendernos por la nueva línea que nuestras propias huellas van alimentando. No son huellas de nuestras pisadas, son huellas que se nos anticipan al pisar, que delinean el rumbo. Es la consciencia más profunda de que el camino lo hacemos nosotros.
Antepasados remotos bailan a mi alrededor, en una noche de luna llena que inunda con su luz el lugar más apartado del bosque. Es un sueño, lo se, pero no me importa. Es tan real como cualquier otro episodio de mi vida pasada, presente, futura. No tengo miedo. Están conmigo las mujeres que armaron mi familia antes que yo, las que conocí y pude abrazar (Ema, Haydée, Ramira, Chola…) las que aún están físicamente conmigo (mi madre, Pepa, Alicia…), las que no llevan mi sangre, pero sin embargo, son parte de mi vida (Carmen, Cris, Matilde…). Todas ellas me acompañan, silenciosas, sabias, consejeras. Me dan la mano y arman una ronda inmensa que se pierde. No veo algunos rostros, porque el tiempo que pasó es mucho. Algunas mujeres son extrañas para mi, pero se que son parte de mi. Serán hermanas de la bella Sicilia, de los Pirineos, de la costa gallega, de las islas griegas… Juntas vamos transitando el camino. Y ahí están también mis hijas, las dos, tomadas cada una de una de mis manos. Es perfecto. Todo es perfecto. Es un sueño, si, pero qué maravilla este sentir.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Invitación


Está oscuro. Parece que el cielo hubiera decidido borrar todo rastro de luz esta noche. Y no hay luna, no hay nada en el alto abismo sobre mi cabeza. Arriba, la inmensa manta tejida de estrellas ya no está tendida. No hay redes de nubes levitando perdidas hacia alguna parte. No hay estrellas fugaces, cruzando las sierras de este a oeste para anidar en la parte más alta. No hay satélites rondando la ronda redonda de la infancia.
Cuando éramos niños, lo natural era acostarnos boca arriba sobre el pasto húmedo, taparnos con una frazada a cuadros y mirar lo que hubiera más allá. Adivinar qué nos decían las estrellas era un juego magnífico, un disfrute del alma y del cuerpo. Tocabas mi mano suavemente y la apretabas tanto que a veces pensaba que ibas a lastimarme. Pedíamos deseos, nos contábamos mentiras y algunas verdades, historias de terror y cuentos de príncipes que salvaban a hermosas princesas abandonadas. Nunca nos mirábamos mientras estábamos acostados así, tan felices.
Pero crecimos, y ahora no hay luna, ni estrellas. No nos detenemos a mirarlas, por eso no están. Están para otros, para los que saben levantar la vista y volar, y contarse historias imaginadas o leídas, en voz baja, sobre el pasto húmedo, tapados con una frazada. Para nosotros ¿qué hay? Miremos al cielo, esta noche invita y así tal vez, volvamos a ver las estrellas, los satélites, las estrellas fugaces. Quién sabe...


jueves, 12 de noviembre de 2009

Árbol




Abrazar un árbol es algo que debería indicarse por prescripción médica, ser materia obligatoria en la escuela y hecho necesariamente a repetir a diario. Así como algunos van cada domingo a misa, otros dejan de hacer lo que sea para ponerse a rezar varias veces al día, abrazar a un árbol es la mejor fuente de energía que pueda existir sobre este planeta. Nada es igual, después de abrazar un árbol con la consciencia de lo que estamos haciendo.

Hay árboles nuevos, delgados, de pocas hojas, que uno abraza con delicadeza porque teme que se quiebren. Pero no nos dejemos engañar por las apariencias: son resistentes, son los que se pueden doblar hasta casi tocar el suelo, y volver a subir sus ramas sin quebrarse.
Otros, más generosos, con forma de botellón, como el lapacho, tienen feroces espinas que hay que evitar cuidadosamente para no lastimarse. Pero si al fin se encuentra el modo de abrazarlos, es maravilloso ese encuentro.
Algunos están cubiertos de trepadoras, que anudan su tronco y sus ramas, que aprietan las hojas y se funden con ellos. Son árboles de selva, de jardines, de hermosos y oscuros paisajes. La humedad los rodea y el abrazo puede ser pegajoso, pero no menos reparador que cualquier otro.

Sólo unos pocos árboles, muy pocos, son amplios de ramas, frondosos pero suaves, de hojas anchas y verdes, fuerte aroma y raíces profundas. Receptivos, abiertos de espíritu, habitan en cualquier clima, pero prefieren enraizarse donde hay viento, porque son los más duros, los de corteza más hermética. Sin embargo, por dentro son de carne tierna y tienen la savia más brillante y más verde que pueda uno imaginar, un ácido jugo de esmeraldas que hasta dan ganas de beber de uno de sus poros. Abrazar un árbol de esos, en medio del bosque profundo del Sur, es la experiencia más real y más hipnótica que pueda sentir un ser humano.
Abrazar uno de estos árboles causa una conmoción insospechada, una sensación incomparable. Los nervios del cuerpo se relajan, las manos aprietan una materia inesperada, se hunden, se funden, uno y otro, árbol y ser humano. No hay savia, no hay sangre, se es una sola cosa, una mezcla abrumadora que a la vez, da paz. Y cuando al fin, se es consciente de que uno es parte de esa naturaleza dormida que despierta, la vida brilla de manera contundente.
Si lográramos salvar siempre las espinas, el abrazar un árbol sería un ejercicio feliz y saludable para todos y para toda la vida.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Milagro


La tarjeta hace click en la puerta. Un espacio silencioso y vacío me recibe. Árido como un hueco en el desierto más remoto. Frío e inmenso como la tierra en el Polo Norte. Algo helado pega en todo mi cuerpo, que apenas se resiste después de un día caluroso y agobiante. El bálsamo reparador que limpia las ruinas del viaje. Enciendo una pequeña luz. Todo parece blanco y negro, porque es blanco y negro, aunque hay algo plateado, algo cobre en un rincón y una pintura de flores frescas que regalan el único toque de vida a la habitación. Estoy lejos de casa. Me siento fuera de mi, extraña. Extraño. Me extraño.
El baño no es menos blanco y pulcro que el resto. Dejo que el agua fría llene la bañera y el perfume de unas sales de lavanda inundan todo. Busco algo para tomar, bajo el aire acondicionado para no morir tempranamente de un espasmo, me saco la ropa y la tiro al piso, hago uso y abuso del wi-fi y pongo música on line. Qué rareza es un cuarto de hotel… no hay tiempo, no hay espacio. Me zambullo en el agua, la voy entibiando y me recibe blanda, sedosa, como una tela que abraza mi piel. Llegar, al fin, después del trayecto impensado del día más caluroso del año. Siento mi respiración en el fondo del agua, tapando mis oídos eso es posible y me gusta. La música aparece y desaparece. Cat Power me arrulla arrastrando las palabras. Salgo del agua, no sin esfuerzo y me froto el cuerpo. Me seco, me peino, me estiro en la cama y me quedo así, perdiendo el tiempo. Qué maravilla… tan poco tiempo tenemos que nos olvidamos a veces de perderlo. Así es, en esos espacios tan raros es donde a veces, suceden los milagros.

Fiesta


Una gota derrama por la orilla menos esperada. Un camino poco explorado, empieza a verse a lo lejos. El horizonte hierve y se derrite, como ahumándose, delante de mis ojos que no esperan nada de tan secos hoy. Y sin embargo, llueve a cántaros, llueve como si nunca antes hubiera caído agua del cielo, llueve como si un gran telón se hubiera corrido de una vez y para siempre. Es la ausencia, es el silencio, es la falta de algo en mi interior, es la partida del tren anunciada en el cartel de la estación mientras tu mano saluda a través de la ventana. Como si fuera ayer. Como si fuera hoy. Como si fuera yo.
Y el tiempo desata, desanda, deslumbra, desubica, desalienta, despliega, desplaza, desvía, desconecta, desmenuza, desmiembra.
Y después, nos toca construir, compartir, acompañar ese tren repleto que partió. Y será entonces cuando te pida que atemos las cuerdas, acompañemos a los músicos, alumbremos el camino, aprendamos juntos, ubiquemos las huellas, alentemos al fuego, reemplacemos al dolor por la alegría, encausemos al río por su senda, conectemos tu alma con la mía, recompongamos la noche que ya estará estrellada y rearmemos esta vida.
Festejemos… que no hay tiempo que alcance para danzar de la mano en medio del bosque.

jueves, 22 de octubre de 2009

Corteza




Verdes, transparentes, de anchas nervaduras y bordes aserrados, se asoman al cielo tus hojas. La brisa del mar las mueve despacio y el viento de los cerros las sacude y las tuerce, las pellizca con ánimo de molestarte. Pero son tercas tus hojas, y vuelven a erigirse salvajes, rebeldes. Brotan audaces de tus ramas largas y abundantes que tan quietas parecen. Apenas con los años se las ve moverse, cambiar, romperse, rehacerse. En el instante son inmóviles, aunque la savia corra por ellas tan viva, como la sangre. En el transcurrir son más frágiles ante las tormentas, pero siempre sobreviven y rebrotan, donando nueva fuerza a todo tu ser. Escalan por tu tronco unas hormigas empeñadas en llegar hasta tus hojas. Un pájaro carpintero hace toc-toc-toc sobre tu corteza dura. Los surcos marcan los años que pasaste sobre esta tierra fresca, tu nacimiento, tu alzarte hacia el cielo, tus años primeros, tu madura piel que ahora está más seca, pero no menos inquieta. Y abajo, más allá de lo que dejás ver, las raíces se nutren de un suelo rico, negro, arcilloso, naranja, húmedo, picante, grumoso. Blandos nervios ramificados se entrecruzan y abrazan, llenando un inmenso espacio en un universo diferente. La fuerza llega desde ahí tan intacta y perfecta que parece imposible. La vida las envuelve, y tus raíces como brazos, la toman a raudales, la exprimen para saciar la sed que será hoja, que será flor, que será fruto, que será nueva corteza.

domingo, 18 de octubre de 2009

Casa


Estoy sentada en un sillón blanco, en un patio de baldosones morados y blancos. Es mi casa blanca y enorme ahora. Malvones, madreselvas, achiras, cañas y jazmines me rodean como una gran coraza milagrosa y florida. Una mata de statis japonés ilumina un rincón azulado. Las margaritas salpican todo el pasto, curiosas y rebeldes. Huelo. Menta, yerba buena, tomillo, curry, son los fuertes aromas de otro tiempo. Respiro profundo, viajando sin moverme, y los recuerdos golpean fuerte en mis pulmones. No los dejo salir fácilmente, los saboreo y me deleito con lo que fue. Adentro de la casa, en la cocina, ya está listo el festín a la espera de los otros. Abro los ojos, que desde hace un buen rato se cerraban al sol. La luz se me hace difícil y por un segundo parece demasiada para mis retinas cansadas. Sin embargo, no es suficiente, nunca es suficiente la luz ni el tiempo preciso para ver y verlo todo. Hilando pensamientos como hebras, me propongo plantar cuanto antes un árbol de cedrón. Es en ese exacto segundo cuando escucho a lo lejos las voces pequeñas y gritonas de mis nietos. Están llegando a casa. Pronto mis ojos estarán vivos nuevamente, jóvenes, ávidos y mis manos y mi cuerpo se moverán como hace treinta años atrás. Para abrazarlos, para sostenerlos, para mimarlos. Mañana mismo voy a pedir ayuda para plantar ese cedrón… Ahora, a disfrutar del festín.

martes, 13 de octubre de 2009

Piel


La piel se desprende de mi piel. Es el sol que calienta y quema las heridas y deja a la vista un sinfín de cicatrices amargas. Así, desnuda sobre la tierra negra, me quedo inmóvil mientras muta mi cuerpo y se transforma armónicamente, lentamente, casi sin dolor. Algo quema por un instante que parece una eternidad, pero pasa. Se calma la impaciencia, se alivia la inquietud, se escapa la ceguera. Te veo a mi lado, como siempre y entonces puedo sentirte majestuoso y eterno. Mi cuerpo ya no sangra, mi piel ahora resplandece y está lista para salir nuevamente al camino. Me das tu mano y yo la tomo. Vamos juntos. Dejo atrás la piel gastada, sucia, amarillenta y vieja. Pero no miro atrás, porque no hay nada que mirar. El camino no tiene atrás, los pies nos llevan hacia adelante y mientras pisamos el verde y nos reímos, el sol asoma entre los arces y ya no quema. Estás cantando una canción, nuestra canción…- Por ti, contaría la arena del mar…- y todo es tan natural que hasta me animo a saltar y salir volando de tu mano. No quiero soltarte, y eso es porque decido cada día, seguir a tu lado.

lunes, 12 de octubre de 2009

Son


Sol clan toc toc click flash
la do re mi sal mar
mas mi vos si no dar ir vas voy
film club zas mil quién tren zoom
Chau no si luz gris es fue par voz
Dos soy ver aj oh si más
Un sin yo
Ser flor cal por ni cuál
Ay!
Hoy ya mis los cien mil plaf
Tan al
Fin

miércoles, 7 de octubre de 2009

La lengua de las mariposas


Me encontré con un libro de esos que no pueden olvidarse. Hace unos años, alguien me prestó un ejemplar de Que me quieres amor, del escritor gallego Manuel Rivas. En ese entonces, no conocía ni su pluma ni su mirada del mundo tan singular. Lo empecé a leer y no pude soltarlo hasta llegar a la última página. Quedé totalmente atrapada por la poesía que emanaba de cada uno de sus relatos, pero hubo uno en particular que sacudió mi alma hasta lo más hondo: La lengua de las mariposas. La historia es iniciática, trágica, tan real como la vida misma. Un niño y su maestro y el amor entre ambos, en épocas remotas en las que ese amor no tenía más aristas que la del respeto y el cariño, alimentado por el ansia desmesurada del pequeño por aprehender el mundo entero a través de ese hombre admirado y admirable. En unas pocas páginas, Rivas nos pone ante los ojos un pueblo en Galicia, sus hombres y mujeres, y la miseria y la cobardía de éstos ante las tropas franquistas que vienen a llevárselo todo, para al fin, dejarnos con el dolor de un niño que no entiende, pero nunca podrá olvidar. Ese mismo día, el niño comienza a adentrarse en el mundo de los adultos, a pesar suyo, a pesar de todo. Porque el hombre que le enseñó todo lo que sabe, es atado, golpeado y llevado por unos hombres que él desconoce, porque ese día su padre le grita barbaridades a su maestro, porque ese día, él mismo llora y se da cuenta de que nunca más volverá a ver a su maestro. Siempre recordará que las mariposas tienen lenguas, como trompas de elefantes. Imagino que el niño hubiera querido en ese instante ser una mariposa e ir probando de flor en flor, ese universo de sensaciones y colores, tan lejos de la muerte que comenzaba a flotar sobre España en aquél tiempo. El mismo de mis bisabuelos, el mismo de tantos otros hombres y mujeres que no pudieron hacer.

sábado, 3 de octubre de 2009

Peces azucarados


Cuando era muy chica, tan chica que apenas llegaba al mostrador de madera del almacén del barrio, me enamoré por primera vez.El chico que atendía tenía una voz increíble, grave y sonora, pero a la vez, portadora de una peligrosa dulzura capaz de encantar a las serpientes. Yo tendría unos ocho años, y él unos quince, y era el hijo del almacenero. Mi amor se limitó a mirarlo y escucharlo durante un par de años.En ese tiempo, las galletitas se vendían “sueltas”, la variedad no era la que existe hoy en los supermercados y kioscos, y casi nadie se tomaba la molestia de ponerse un guante o bolsita en la mano para servirlas de la lata y llevarlas a la bolsa. Yo pedía siempre las mismas: las galletitas con forma de pez. No se si las probaron, pero en ese momento eran una maravilla, junto con las Manón, las Ópera, las Chocolinas y las Melba. Pero “las de peces” tenían algo particular, algo diferente, y a mi se me antojaban misteriosas. Cuando el chico del almacén las agarraba, en sus manos parecían peces de verdad, no de masa azucarada. Los colores me los inventaba yo misma, las pintaba entre sus dedos, y hasta gotitas parecían caer dentro de la lata, como si llegaran húmedas a la bolsa.
Pasaron muchos años, muchos. El primer día que dejé a mi hijo en el jardín de infantes, caminé unas cuadras hasta la parada del colectivo para irme, algo angustiada -debo confesar- hasta mi lugar de trabajo. Pero antes de llegar a la avenida, en una esquina encontré un oasis: una galletitería con latas, de todos los colores, que encerraban variedades de aquella época casi olvidada. Entré por curiosidad, y me asomé por entre las latas para ver qué había. No se imaginan mi cara cuando descubrí los peces azucarados, asomados desde una de las latas relucientes. Claro que no estaba el chico del almacén, y yo ya pasaba sobradamente la altura del mostrador, que ya no era de madera, sino de fórmica blanca. En su lugar, me atendió un sesentón charlatán, de ojos profundamente celestes. Inmediatamente nos caímos bien; hablamos del tiempo, del verano que terminaba, de los hijos, y de las galletitas de peces, claro. Me llevé medio kilo, y me comí unas cuantas al salir. No se si tenían el mismo sabor, pero ese encuentro me quitó la angustia que traía, me devolvió un poquito de ese gusto a primer amor que nunca se olvida, de esas tardes de leche calentita en la mesa del patio, de infancia con amigos en la vereda, de colegio temprano, y todo el día por delante para hacer, justamente, nada de nada.Durante tres años, repetía semanalmente el ritual: la caminata, la compra, la charla. Era para mí la prueba perfecta de que el sabor perdura en el tiempo, en la lengua, en la hipófisis, en la consciencia, en el alma. Un día, la galletitería no estuvo más. Se puso en venta el local, y al tiempo abrió ahí una inmobiliaria. Nunca quise preguntar nada. Mis peces se fueron con el sesentón de quién nunca supe el nombre. Ahora, desde hace un tiempo ya, las galletitas de peces se consiguen en los supermercados, como si nada hubiera pasado. No tienen el mismo sabor, pero yo se las compro a mis hijos siempre que puedo, creo que para poder robarles una por lo menos y tratar de sentir otra vez ese gustito a niñez.
(escrito en Julio 2009)

lunes, 28 de septiembre de 2009

Éxtasis


Un punto minúsculo se enlaza en un pequeño y oscuro escondite. Es semilla y raíz, se planta suavemente y así, cálido y latiente, se inicia como único. No siento aún su presencia, pero pronto, nada al compás de mi torrente sanguíneo que es suyo también. Pronto se hace carne y una puntada anuncia leve que algo está comenzando en mi interior. Ahora lo intuyo, lo compruebo, lo festejo. Es único y esperado, la vida dentro de la vida. Me siento una muñeca rusa, una cajita de música, una caja de sorpresas, un nido ambulante. Me reconozco capaz de cualquier cosa, invencible, autoabastecida, luminosa, superpoderosa. La piel se estira, la panza crece, el cuerpo cambia, toda yo soy cambio y ese cambio es para siempre, es el único sentir que me acompañará inalterable hasta el último suspiro. Cuento horas, días, semanas, meses; aprendo a contar en semanas, y pesadamente se acerca lo inevitable del fin, que será comienzo otra vez. Imagino tu cara, mientras en el éxtasis incomparable del parto sólo puedo pensar en que es hora de tenerte al lado. Ya puedo verte… acerco mis manos y te tomo. Redondo, pequeño, hermoso, el sol entero y toda su luz. Somos uno, pero somos dos. Me mirás, sin llorar, y comprendo en un segundo que vale la pena todo en la vida, absolutamente todo por ese instante maravilloso en el que me reconocés. Soy yo, la misma que te llevó en el vientre y ahora te lleva en el corazón, para siempre, hijo mío.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Eros al sol


Empiezo por los dedos de tu pié izquierdo. Lo siento áspero y duro, en la planta, y huesudo en los costados, principio de tus raíces y tu crecer hacia arriba. Subo por el empeine, recorriendo tu pierna, marcando el vello que brilla al sol. La luz asoma apenas desde un rincón, una ventana abierta quizás, porque apenas está amaneciendo pero es suficiente. Presiento que es verano y todo lo inunda ese dorado que nace. Remonto la pierna, con delicadeza, con dedicación. Tu pierna izquierda está oculta bajo la sábana desdibujada, arrugada y blanca. Tu piel parece más oscura ahora; la toco y va cambiando, se hace más trigueña, o se vuelve más rojiza, más húmeda o más seca. Tu sexo emerge, sensible, entre la sombra del vello tupido de tu entrepierna. Descansa, así como tus ojos sueñan. Lo rodeo suavemente, con esmero, le doy forma. El abdomen, los brazos, el pecho, trazos lentos van tejiendo el camino hasta tu rostro, tu cuello. Tu cabeza reposa en una almohada, y dedico un buen rato a delinear tu pelo, lo cambio, lo mezclo, lo vuelvo a delinear. Tus pómulos salientes, los toco con las yemas de mis dedos, como si estuvieras. Te miro, tomo distancia para observar, con los ojos y con el alma. En silencio, me alejo de la tela, y dedico un tiempo demasiado lento para enjuagar los pinceles. No quiero dejar la imagen que se fue plasmando casi sin querer sobre el bastidor gastado, pero tengo que descansar. Es tarde. Sólo hay sol en la pintura. La noche se cerró sobre los techos, sobre el parque, sobre la casa. Es la hora del sueño.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Aquí y ahora

Dejar para otro día, para más adelante, porque “eso” puede esperar. A veces, tal vez demasiadas veces, creemos que somos eternos, que el tiempo es lo que pasa y no nosotros. Cuando aceptamos la inevitable condición de nuestra finitud, si estamos postergando demasiadas cosas durante demasiado tiempo, nos invade la sensación de desesperación.
Si vivimos enloquecidos por lo urgente, creemos en que hay que hacer todo ya, sin poner prioridades, sin disfrutar el “aquí y ahora”, nos internamos en una carrera insalubre y estéril. Si estamos siempre anticipándonos: “¿qué pasará?”, “¿qué es lo que sigue?” nos olvidamos de lo que está pasando ahora, lo que nos está pasando aquí y ahora.
Si pensamos en postergar todo para más adelante, no estamos siendo conscientes de nuestra esencia como seres humanos: nuestra finitud. Hay personas que viven así toda la vida, y no les sucede nada, no despiertan a esa consciencia, incluso, hasta el último momento. Hay otras que, en algún momento de la existencia, empiezan a sentir una incomodidad, un algo que muerde adentro, que acentúa la percepción y la intuición, y que crea caos, crisis y un reacomodamiento en lo cotidiano.
Disfrutar el “aquí y ahora”, nos hace más plenos. Es lo único que realmente tenemos.
Es maravilloso planificar, pensar el futuro e imaginarlo; revisar el pasado para cambiar incluso, nuestra percepción de lo antiguo, de lo vivido. Resignificar, reasignar importancia a los hechos, que por supuesto, reconstruímos de manera arbitraria y selectiva.
Pero si eso, mirar hacia atrás e imaginar hacia delante, lo hacemos centrados en el aquí y ahora, es mucho más placentero, nos sentimos más plenos.
Si sabemos que todo pasa, que todo termina, lo bueno y lo no tan bueno, dejaremos lugar para que pronto la pena pase y renazca la alegría, en ese mismo lugar y cuando estemos alegres, podremos disfrutar con más fuerza cada segundo de nuestras vidas.
Buena primavera, y a disfrutar. Las estaciones también terminan, son cambiantes, fluyen…

(Este texto está dedicado a esas mujeres con las que compartí el sentir del aquí y ahora durante todo un fin de semana. GRACIAS A TODAS.)

lunes, 14 de septiembre de 2009

Aprender


Aprender
Aprendí a hablar, a caminar y a cantar desde muy, pero muy chiquita. A mi modo, aprendí a tocar el mundo, a saborearlo todo, a abrir, a romper, a construir, a golpearme, a llorar, a reír. Aprendí a andar en patines, a caerme de la bicicleta, a escribir largos poemas y cuentos interminables. Aprendí a pintar y a dibujar, robando los óleos de mi abuelo y a hacer maquetas con cajas de zapatos con dedicación casi obsesiva, durante horas y horas.
De a poco, aprendí a encontrar amigos, a correr de la mano, a jugar al vóley, a bailar, a viajar en colectivo y en tren, a maquillarme, a besar, a hacerme raros peinados y a cortar el pelo a mis amigas, para practicar porque quería “tener una peluquería”. Aprendí el deseo, el amor, el sexo, la belleza, el dolor, el consuelo, la desolación, la tristeza, la distancia, el fundirse de las almas, el calor de los cuerpos, el frío de la soledad.
Aprendí, lentamente, el tiempo, la finitud, la maternidad, el éxtasis del parto, la rara sensación de nacer de nuevo, con cada hijo. Aprendí a ser otra, a reconstruirme, a deshacerme y hacerme de nuevo. Aprendí a aceptar, a ver, a escuchar, a gritar, a brillar, a dejar que otros brillen, a amar sin límites, a comprender, a pedir.
Aprendí que no somos para siempre, que cuesta creer que tanto cuesta aprender para después, en algún momento de la vida, sentir la gran necesidad de desaprenderlo todo, todo lo que somos, para volver a empezar, como el Ave Fénix.
Aprendo a rehacerme, a tejerme, a nutrirme, a enraizarme y a volar, a amasarme, como el pan casero. Aprendo, estoy aprendiendo a desaprenderlo todo, para poder equivocarme, caerme otra vez, golpearme otra vez, reírme, llorar, cantar, bailar, amar, nuevamente, como por primera vez. Estoy aprendiendo a dejar atrás las máscaras, lo que los otros esperan que seamos, para simplemente ser. No postergar más, nada, porque lo vital es aprender que somos hoy, ni ayer, ni mañana.

sábado, 5 de septiembre de 2009

La esquina


Todas las mañanas paso por la misma esquina. El mismo colchón tirado en la vereda, cubierto de trapos sucios que dejan adivinar un cuerpo en reposo debajo de un enjambre de telas. Un día es un pié, delgado y envuelto en una media oscura; otro día, una mano de dedos largos, casi negros. Nunca un rostro. El colectivo pasa bufando por la calle y dobla hasta que pierdo de vista esa esquina, la misma de cada mañana, desde hace meses.La presencia de ese ser del que nada se y pocos sabrán, seguramente, afirma que un día más comienza. Hasta que se levante, doblado sobre el colchón mugriento, se rasque la cabeza, se acomode unas zapatillas gastadísimas e intente atarlas, se afirme sobre sus pies helados y mire borrosamente el sol que ya estará alto pero no calentará nada porque todavía es invierno. Hasta ese momento, el día está empezando. No sé si es hombre o mujer, joven o viejo; el bulto no es demasiado pequeño, así que no creo que sea un niño. No se deja ver, es como un fantasma que está puesto ahí para recordarnos que estamos acá, del otro lado. Es un espejo, o un espejismo, como uno elija. El espejo de la pobreza y del olvido, de la soledad, de alguien a quien nadie más buscó ni quiso encontrar. Alguien que se dejó primero a sí mismo, y luego, a todos los demás. Alguien que fue dejado, abandonado, sepultado bajo todos esos trapos que le sirven de mortaja y de refugio a la vez. O puede ser un espejismo, el de un gran rey que juega a verse así para distraer a los acreedores de la vida, escapando de la envidia, de la mirada de los otros. Porque eso sí, casi nadie lo ve, nadie lo mira. Es una presencia ausente, un pedazo de escombro humano que sobró de alguna vida.
Hoy pasé por la misma esquina y nada. Ni un rastro del colchón, de los trapos, del bulto. Nada. El día empezó, de todos modos, aunque nublado y húmedo. Alguien había limpiado la vereda, porque no había mugre, no había rastros, no había huellas. La nada. Quién sabe. Se me ocurre pensar que tal vez alguna persona finalmente, lo vio, le habló, y se lo llevó a un sitio mejor, al menos mientras dure el invierno. Quién sabe.