Abro una ciruela, con los dedos, y ella me ofrece su corazón fresco, carnoso y su centro más duro rayado, plegado, imposible de abrir. La llevo a la mi boca sedienta y mastico más con la lengua que con los dientes, la pulpa amarilla y almibarada. Se calma la sed, descubriendo un saber ácido y dulce a la vez, como algunas cosas de la vida.
Las personas, también tienen sabores diferentes, únicos e irrepetibles. Los olores pueden ser similares entre alguna gente, pero los sabores no. Puedo adivinar a veces, el sabor de alguien sin probarlo, poniendo en práctica un simple ejercicio: imagino a qué fruta se parece y así de sencillo puedo saborear a esa persona, o al menos, pensar qué sabor tendrá su piel, su alma.
Algunas personas es mejor no imaginar a qué fruta se parecen, simplemente porque no se parecen a ninguna, o se parecen demasiado a otras cosas que no serían nada apetecibles. O están las personas que por diferentes motivos no me apetecen para nada, y no me interesa siquiera hacer el mínimo intento de adivinarles el sabor. Pasan de largo, aunque las vea todos los días durante horas.
Hay hombres y mujeres que se acercan demasiado al sabor de las uvas moscatel, del durazno recién cosechado, de la manzana colorada, de la manzana verde, del limón (de la fruta entera o sólo de su jugo apenas endulzado). Otros se parecen a la naranja, a la mandarina, a las frutillas, a la rareza del kiwi, al arándano sanador, a la nuez untuosa, a la almendra (blanca por dentro), a la banana (pisada con miel). El fruto de la pasión es sólo para algunos, que conservan la pasión despierta a través de los años, tengan la edad que tengan, y apenas pasan cerca, todo se enciende de colores raros, todos quieren probarlos, o al menos hablarles o mirarlos.
Yo tengo mis sabores preferidos. Así como en las comidas, en el helado, en los jugos, también en las personas. Las que probé y las que pruebo aún. Las que nunca probé pero imagino su sabor. Las que nunca probaré, pero me gusta imaginarlas de un sabor particular. Las que se que probaré, y las saboreo desde ahora, como las ciruelas cuando están aún verdes, pero es fácil verlas en el árbol y saber qué gusto tendrán cuando maduren. Sólo es cuestión de paciencia, de esperar que maduren para poder disfrutarlas.
domingo, 17 de enero de 2010
sábado, 16 de enero de 2010
Olor
Hay momentos, días o instantes, en que todo mi cuerpo es una gran nariz. Huelo hasta los no olores de mi alrededor. La cercanía de cualquier cosa o persona, animal o espacio, trae hasta mi un aire especial y diferente.
Las cosas tienen olores. Los zapatos guardados durante todo el invierno, las carteras de cuero cerradas, la ropa guardada en las bolsas de nylon con flores de lavanda o sin ellas, el cajón de la ropa interior, las toallas recién lavadas y secadas al sol, los huecos de las paredes, los ladrillos, la madera, el fuego tiene miles de olores, el agua también puede tener olor, un hierro oxidado, una casa entera.
Las personas tienen olores, que van de lo más hipnótico a lo más desagradable, que también puede ser hipnótico. Hay personas dulces, amargas, cítricas, de pino y bosque, de manzanas, de roble, de caramelo, de carbón, de tabaco, de años vividos, de niñez, de libros, de campo, de pinceles. Algunas me espantan con su olor a violencia, a sangre y metal, a resentimiento y odio, a envidia; porque todo eso se huele. En los días en que soy toda nariz y mi sentido del olfato parece opacar todos los demás, mi cuerpo entero puede oler.
Como un animal, mi instinto me pone en alerta, para bien o para mal, en ciertos momentos en los que es mejor ser toda nariz. Cuando el olor de alguien es tan intenso, tan magnético y único que se pega como huella, cuando hay en ese olor un recuerdo de otras vidas, casi, del propio origen, de la belleza, de la felicidad inalcanzable, de presente intenso y de gran ternura, de comunión absoluta, la nariz puede dominar todo y no querer dejarme. Es entonces cuando ella reina por unos días rastreando como animal perdido por el bosque de calles y veredas, ese olor, el único, el más maravilloso, el que necesita para respirar. Y yo la dejo, porque al final se calma y deja volver a mi cuerpo todos los demás sentidos. Porque la nariz sabe que ese olor está cerca, porque lo probó una vez y ya no quiere dejar de sentirlo.
Las cosas tienen olores. Los zapatos guardados durante todo el invierno, las carteras de cuero cerradas, la ropa guardada en las bolsas de nylon con flores de lavanda o sin ellas, el cajón de la ropa interior, las toallas recién lavadas y secadas al sol, los huecos de las paredes, los ladrillos, la madera, el fuego tiene miles de olores, el agua también puede tener olor, un hierro oxidado, una casa entera.
Las personas tienen olores, que van de lo más hipnótico a lo más desagradable, que también puede ser hipnótico. Hay personas dulces, amargas, cítricas, de pino y bosque, de manzanas, de roble, de caramelo, de carbón, de tabaco, de años vividos, de niñez, de libros, de campo, de pinceles. Algunas me espantan con su olor a violencia, a sangre y metal, a resentimiento y odio, a envidia; porque todo eso se huele. En los días en que soy toda nariz y mi sentido del olfato parece opacar todos los demás, mi cuerpo entero puede oler.
Como un animal, mi instinto me pone en alerta, para bien o para mal, en ciertos momentos en los que es mejor ser toda nariz. Cuando el olor de alguien es tan intenso, tan magnético y único que se pega como huella, cuando hay en ese olor un recuerdo de otras vidas, casi, del propio origen, de la belleza, de la felicidad inalcanzable, de presente intenso y de gran ternura, de comunión absoluta, la nariz puede dominar todo y no querer dejarme. Es entonces cuando ella reina por unos días rastreando como animal perdido por el bosque de calles y veredas, ese olor, el único, el más maravilloso, el que necesita para respirar. Y yo la dejo, porque al final se calma y deja volver a mi cuerpo todos los demás sentidos. Porque la nariz sabe que ese olor está cerca, porque lo probó una vez y ya no quiere dejar de sentirlo.
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