Tu mano abierta sobre mi espalda. Un recuerdo como un rayo que parte en dos el mundo entero. Y no puedo despertarme, porque el sueño espeso me hunde y me arrastra hacia abajo, profundo. Y es que no quiero despertarme, ni abrir los ojos, porque en ese espacio no hay nada más que tu mano húmeda sobre mi espalda crispada. Es en ese instante cuando no necesito nada más que ese contacto para sobrevivir. El misterio de la magia. El truco que no es ilusionismo, es magia ancestral, la cura de todos los males, la esencia del sentido de estar vivos. Podemos preguntarnos infinitamente cómo es posible que un detalle, un mínimo roce, deje una huella tan honda. No vamos a encontrar una respuesta, porque no hay una, sino miles o ninguna. Tu pregunta puede ser otra. Mi pregunta me la guardo, debajo de la almohada. Enciendo las luces de la casa y el sueño va cediendo inesperadamente. La magia sigue, intacta, a través de los años y de mi ventana.
martes, 14 de diciembre de 2010
domingo, 21 de noviembre de 2010
La enfermedad como camino
Si, así se llama el libro: La enfermedad como camino, y sus autores son un psicólogo y un médico alemanes, de nombres casi imposibles de recordar por lo ajenos a nuestro cotidiano. Lo que no es ajeno a nosotros es lo que estos dos hombres plantean y analizan, describen y presentan en ese pequeño librito que casi siempre está en el sector "autoayuda" de las librerías de todo el mundo. Es que Dethlefsen y Dahlke (copio textual de la tapa del libro)son arriesgados e innovadores y proponen de verdad un libro de auto-ayuda. No un libro con recetas, no un libro en el que te dicen cómo pasar una enfermedad o cómo curarte mejor, sino un libro magistralmente escrito en el año 1983 en su primera edición en Alemán. Hace unos años, el librito llegó a mis manos a través de una persona muy querida, bióloga y profesora de yoga. Era un tiempo en el que buscaba sentido a todo lo que me pasaba, desconfiaba de las casualidades para encontrar causalidades en casi todo lo que me rodeaba. Puedo sentir ahora, que estaba demasiado preocupada por encontrar el porqué de tantas cosas en mi vida que olvidaba hacerme otra pregunta:¿para qué?. La enfermedad como camino trajo algunas respuestas, pero más que cerrar algo, generó otros interrogantes. Lo dejé de inmediato. No estaba lista, pero un run run quedó dando vueltas y con el tiempo, lo volví a sacar de la biblioteca y lo volví a leer. Es un libro apasionante, para los que somos apasionados por la naturaleza humana. Si les despierta alguna curiosidad, por lo que sea, vayan a un librería y búsquenlo. Lean algo, al azar. No quieran ir a la segunda parte, que es la más jugosa, sin leer la teoría de la primera: se perderían descubrir algunas cosas por lo menos, interesantes sobre ustedes mismos. No digo más. Búsquenlo, y si cuando lo leen algo nos les cierra: ¡bravo! habrán empezado el camino. No el de la enfermedad, precisamente.
viernes, 22 de octubre de 2010
La espera y el camino
La espera se enciende muy adentro mío, en lo profundo de mis entrañas, en el centro más íntimo de mi cuerpo. Espero, ¿qué espero?... espero. Las venas se inundan, diferentes. El cuerpo me duele, me pesa. No puedo recordar cuánto tiempo dura esa sensación tan especial y nueva, de llevar vida recién viva tan adentro y aún, no saberlo.
Cierro los ojos y vivo el instante de la noticia. Como si mi cuerpo entero supiera, antes de saberlo. Se derrama el sentir con mucho más detalle y entonces rebrotan las sensaciones que lo urgen, que lo alimentan o lo angustian. Mientras el doctor comenta algo sobre el tiempo, me pregunta si es mi primer embarazo (lo veo hoy, como si fuera hoy). Y yo le digo que no, y que no se si es uno o son dos. No tengo ni idea de porqué mi voz sale diciendo eso. Como si alguien dictara desde dentro de mi propia cabeza cada una de las sílabas que salen atadas y raras. Ni siquiera le hago caso al comentario del médico que me pregunta si tengo antecedentes de mellizos. Espero a que apoye el ecógrafo sobre mi panza aún pequeña, sorprendida de mi misma, de mi gran certeza de que si, son dos. Ahí termina todo. Ahí empieza todo. Una noticia, un nuevo tiempo, la felicidad absoluta de sentirme una rara entre las raras. Fantástica, sentirme única entre las únicas.
Ese fue el comienzo de un tiempo de grandes alegrías, de sorpresas, de felicidad, pero también de mucho trabajo, de agotamiento, de cansancio, de soledades y distancias. No hubo tiempo para nada más que para hacer, hacer, hacer. Y el Ser fue quedando solapado, no sólo para mi.
Hoy, sin embargo, siento que esa experiencia salvó mi vida. Me enseñó la importancia de Ser, de volver a Ser, desde otro lugar. Aprender a vivir la comunión increíble y sustancial que hay entre Amor y Humor, necesaria para sobrevivir.
Mis hijas, estoy segura, me hablaron antes de nacer y eligieron llegar a través de mi cuerpo hasta aquí, para vivir. Celebro hoy ese camino que llevamos recorriendo juntas. Ellas son dos seres hermosos, llenos de luz y de sentimientos intensos. Cada una con su cielo, cada una con su alma, siempre tendré que agradecerles el haberme abierto los ojos frente al espejo. Gracias, hijas de mi corazón. Las amo.
martes, 31 de agosto de 2010
Des-cubrir
Vamos a darle paso a eso, que tanto nos cuesta mirar, com-prender.
No importa ya si podemos des-entrañar el asunto, si es viable des-madejar lo que pasa. Lo único claro es que tus ojos vuelven y tratan, intentan mirar-me. Como si nunca hubieran visto. Como si de-pronto, algo nuevo creciera dentro mío. Eso es amor.
domingo, 18 de julio de 2010
Hilos
Tan livianos como para hamacarse en el viento. Como las babas del diablo. Invisibles y delgados, de hilo de costura apretada en el ruedo de un vestido de primavera. Tan resistentes al tiempo como la tanza del pescador más experimentado, que lucha contra viento y marea desde su bote para atrapar al gran pez. Suaves, delicados, porfiados, no son nunca ovillos sino dibujos deshilachados en el aire. Sobre el cielo, los hilos se dividen en hebras de tonos imposibles: son dorados, de plata, azules, cobrizos, rojos. Recorren infinitas distancias, de tiempos y espacios insondables, pero siempre llegan a destino. Hilos que son caminos. Hilos que abrazan y celebran bailoteando en una terraza, en un parque, en una mesa, en un silencio de noche. En la luna, también bailan, los hilos de tus ojos, de tu alma. Mientras tanto, la música siempre señala el recorrido.
viernes, 14 de mayo de 2010
Inocencia
Dicen que todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario, en todo caso. Dicen que “la inocencia te valga”, cuando te hacen una broma, casi siempre pesadita, pero te la tenés que bancar porque es el día de “los Santos Inocentes”. Dicen que es inocente quien hace las cosas “sin darse cuenta”. Dicen, dicen. “Se dice de mi”… cantaba la grandiosa Tita.
Ser inocente ¿es bueno o malo? Imposible medir en esos términos, al menos imposible verlo en términos tan absolutos. Podemos sentir que por ser demasiado inocentes, nos metimos en un sitio en el que era mejor no entrar, jugamos a las cartas con cartas marcadas (por otros) y sencillamente, salimos lastimados. ¿Inocentes de cargo y culpa, aunque todos nos hayan avisado? ¿Aunque algo en nuestro interior nos haya repicado como campanas al viento, como alerta roja? No me lo creo. No me creo inocente a esta edad. No soy inocente de todo lo que hice y hago en la vida. Puedo decir que el “estado de inocencia” no es algo tan loable como se supone que debería ser, como se ha querido enaltecer a lo largo del tiempo en nuestras sociedades. El estado de inocencia, en un adulto, por lo menos, es algo bastante peligroso, para el propio “inocente”. Un inocente cree sin prejuicios en todo el mundo, es confiado, avanza sin mirar las dificultades, porque piensa que todos son tan “inocentes” como él. Libres de cargo y culpa, almas puras y limpias. Sin pasarme al otro extremo del ovillo, sin andar por ahí con armadura y escudo, creo en la necesidad de dejar la inocencia para “la edad de la inocencia”, y rescatar otros valores más importantes a la hora de la supervivencia en este mundo. Experiencia, sentido común, observación, solidaridad, agudeza, respeto, calidez, Amor (si, con mayúsculas). Pero la inocencia… es una de las grandes virtudes de una edad remota. Mejor me animo a vivir la ingenuidad en la mirada, la del descubrir, la de la recuperación de la INTUICIÓN. Eso si es cosa de adultos. De adultos que se saben seres humanos crecidos, y con una historia detrás. No voy a caer en la trampa. Disculpen si molesta: pero a esta altura del partido, nadie es un santo inocente.
Ser inocente ¿es bueno o malo? Imposible medir en esos términos, al menos imposible verlo en términos tan absolutos. Podemos sentir que por ser demasiado inocentes, nos metimos en un sitio en el que era mejor no entrar, jugamos a las cartas con cartas marcadas (por otros) y sencillamente, salimos lastimados. ¿Inocentes de cargo y culpa, aunque todos nos hayan avisado? ¿Aunque algo en nuestro interior nos haya repicado como campanas al viento, como alerta roja? No me lo creo. No me creo inocente a esta edad. No soy inocente de todo lo que hice y hago en la vida. Puedo decir que el “estado de inocencia” no es algo tan loable como se supone que debería ser, como se ha querido enaltecer a lo largo del tiempo en nuestras sociedades. El estado de inocencia, en un adulto, por lo menos, es algo bastante peligroso, para el propio “inocente”. Un inocente cree sin prejuicios en todo el mundo, es confiado, avanza sin mirar las dificultades, porque piensa que todos son tan “inocentes” como él. Libres de cargo y culpa, almas puras y limpias. Sin pasarme al otro extremo del ovillo, sin andar por ahí con armadura y escudo, creo en la necesidad de dejar la inocencia para “la edad de la inocencia”, y rescatar otros valores más importantes a la hora de la supervivencia en este mundo. Experiencia, sentido común, observación, solidaridad, agudeza, respeto, calidez, Amor (si, con mayúsculas). Pero la inocencia… es una de las grandes virtudes de una edad remota. Mejor me animo a vivir la ingenuidad en la mirada, la del descubrir, la de la recuperación de la INTUICIÓN. Eso si es cosa de adultos. De adultos que se saben seres humanos crecidos, y con una historia detrás. No voy a caer en la trampa. Disculpen si molesta: pero a esta altura del partido, nadie es un santo inocente.
sábado, 24 de abril de 2010
Nomeolvides
Tu casa fue siempre como tu corazón: ancha y grande, cálida, lugar de encuentro de toda la familia más querida, de algunos que pasaron y siguieron, pero todos, siempre, se sintieron “como en casa”. Mis primeros recuerdos están salpicados de tu cara, de tu voz, de tu risa. De los bailes de paso doble y los tangos y boleros que sonaron en esas épocas. El olor a puchero y a cazuela en el invierno está intacto en mi memoria olfativa. El sabor de las fiestas de Año Nuevo y de los canelones con tuco y salchichas sabrosas viven en mi lengua como el festín nunca olvidado y repetitivo de mi infancia y mi adolescencia . Los secretos contados, las confesiones entre mujeres, los chistes entre los hombres, todos crecimos en tu casa sentados a esas mesas largas de manteles amplios y mucha comida.
Siempre estabas con el mate preparado sobre tu mesa. La pava a un costadito de la hornalla, la bandeja esperando ir a la mesa. Uno sentía que al llegar estabas vos siempre esperando. Tus brazos abiertos, esa tranquila conversación en tu patio, mirando siempre el verde, los rosales quedados en el tiempo. ¿Estarás ahora caminando entre tus plantas y tus flores de otoño? ¿Estarán ellas extrañándote ya tan pronto y tanto como yo?
Fuiste y sos la hermana de mi abuela de sangre. Fuiste y sos mucho más que eso en mi vida. Porque estuviste al lado mío en esos momentos que marcaron mi existencia. Acunaste a mis hijos en tus brazos y les diste tu amor y tu mirada, los dejaste jugar en tu jardín y al mirarlo era verme nuevamente corriendo entre tus calas, tus malvones y tus rosas rojas, rosas y blancas. De vos aprendí la maravilla de esa pequeña flor que se llama nomeolvides. Así me dijiste: “Mirá, Ani, se llama nomeolvides y se prende así, en la ropa”, y me pusiste un brote verde con flores color lilas en mi pecho de nena, sobre un pullover tejido por vos misma. Y fui feliz. Feliz eternamente en el fondo de tu casa de barrio, corazón de mi infancia, lugar de encuentro, de reencuentro. Buen viaje, tía, buen viaje! Ya nos volveremos a encontrar, de eso estoy segura.
Siempre estabas con el mate preparado sobre tu mesa. La pava a un costadito de la hornalla, la bandeja esperando ir a la mesa. Uno sentía que al llegar estabas vos siempre esperando. Tus brazos abiertos, esa tranquila conversación en tu patio, mirando siempre el verde, los rosales quedados en el tiempo. ¿Estarás ahora caminando entre tus plantas y tus flores de otoño? ¿Estarán ellas extrañándote ya tan pronto y tanto como yo?
Fuiste y sos la hermana de mi abuela de sangre. Fuiste y sos mucho más que eso en mi vida. Porque estuviste al lado mío en esos momentos que marcaron mi existencia. Acunaste a mis hijos en tus brazos y les diste tu amor y tu mirada, los dejaste jugar en tu jardín y al mirarlo era verme nuevamente corriendo entre tus calas, tus malvones y tus rosas rojas, rosas y blancas. De vos aprendí la maravilla de esa pequeña flor que se llama nomeolvides. Así me dijiste: “Mirá, Ani, se llama nomeolvides y se prende así, en la ropa”, y me pusiste un brote verde con flores color lilas en mi pecho de nena, sobre un pullover tejido por vos misma. Y fui feliz. Feliz eternamente en el fondo de tu casa de barrio, corazón de mi infancia, lugar de encuentro, de reencuentro. Buen viaje, tía, buen viaje! Ya nos volveremos a encontrar, de eso estoy segura.
lunes, 29 de marzo de 2010
Parte del aire
No puedo mirarlas. Hay algunas fotos en las que yo aparezco que no puedo mirar. No quiero verlas. No se trata de las más viejas, de las de mi infancia. Esas guardan recuerdos, sensaciones e instantes preciosos y muchas veces, dulces. Las de la adolescencia tampoco son las que me prohíbo. En esas soy tan mutante de una a otra que casi no me reconozco, pero soy, soy esa. Es genial verme tan joven y a la vez en el comienzo de todo lo que vendría después. Y es tan gratificante reconocer en esas fotos a algunos amigos que aún llenan mi vida hasta hoy, con la certeza de que nos tendremos para siempre. Tampoco se trata de esas fotos en las que uno dice “qué mal salí”, “tirá esa foto, por favor”. No es esa sensación, porque de esas imágenes hay muchas, pero sólo me divierto mirándolas.
Las fotos que no puedo mirar son las de mi muerte. De mi muerte “pequeña”, con minúsculas, pero muerte al fin. De ese tiempo en el que todo se movió, para aquietarse de golpe, con una frenada tremenda que me pescó sin cinturón de seguridad. Son las fotos de ese mes, de esa semana, de ese día y sus días rodeando el momento de mi hundimiento más profundo en el mar del desconcierto, de la ausencia, de la angustia, del dolor. Mar del que pude ir saliendo, de a poco, sin ahogarme del todo, pero con olas altas como gigantes que sacudían mi cuerpo convertido casi en esqueleto danzarín.
Es ahí cuando están las manos amigas, las del cariño, las de la familia de sangre y de la otra, la del Amor, con mayúsculas. Pero a pesar de todo, uno está solo, absolutamente solo ante el maremoto de los sentimientos y la angustia de saber. Conocerse, descubrirse, darse cuenta de una vez por todas. Y no hay vuelta atrás. Después de esa muerte, hay que volver a nacer. Hay una transformación, tan dolorosa quizá como el instante previo a la Muerte. En esos instantes, días, me despedí de algo que era parte de mi y ahora estoy abrazando mi nueva carne que asoma lenta, tranquila, brillante, paciente. No quiere apuros, desea que la esperen. No quiere violencia ni temores, quiere que la amen, como es. No quiere ser perfecta, sólo ser, como pueda ser. Así me siento. Naciendo, nuevamente. Y es tan doloroso como natural. A veces me pregunto cuántas pequeñas muertes y grandes nacimientos tendré que sostener a lo largo de mi vida… sólo espero tener la fuerza siempre para ir hacia adelante, aunque cueste. Y si no la tengo, buscar ayuda y encontrarla. Con calma, la calma que precede a la tormenta más bella y más tremenda que se da dentro de uno mismo.
Las fotos que no puedo mirar son las de mi muerte. De mi muerte “pequeña”, con minúsculas, pero muerte al fin. De ese tiempo en el que todo se movió, para aquietarse de golpe, con una frenada tremenda que me pescó sin cinturón de seguridad. Son las fotos de ese mes, de esa semana, de ese día y sus días rodeando el momento de mi hundimiento más profundo en el mar del desconcierto, de la ausencia, de la angustia, del dolor. Mar del que pude ir saliendo, de a poco, sin ahogarme del todo, pero con olas altas como gigantes que sacudían mi cuerpo convertido casi en esqueleto danzarín.
Es ahí cuando están las manos amigas, las del cariño, las de la familia de sangre y de la otra, la del Amor, con mayúsculas. Pero a pesar de todo, uno está solo, absolutamente solo ante el maremoto de los sentimientos y la angustia de saber. Conocerse, descubrirse, darse cuenta de una vez por todas. Y no hay vuelta atrás. Después de esa muerte, hay que volver a nacer. Hay una transformación, tan dolorosa quizá como el instante previo a la Muerte. En esos instantes, días, me despedí de algo que era parte de mi y ahora estoy abrazando mi nueva carne que asoma lenta, tranquila, brillante, paciente. No quiere apuros, desea que la esperen. No quiere violencia ni temores, quiere que la amen, como es. No quiere ser perfecta, sólo ser, como pueda ser. Así me siento. Naciendo, nuevamente. Y es tan doloroso como natural. A veces me pregunto cuántas pequeñas muertes y grandes nacimientos tendré que sostener a lo largo de mi vida… sólo espero tener la fuerza siempre para ir hacia adelante, aunque cueste. Y si no la tengo, buscar ayuda y encontrarla. Con calma, la calma que precede a la tormenta más bella y más tremenda que se da dentro de uno mismo.
domingo, 21 de marzo de 2010
La vida es juego
Vida no es una señora vieja, no es una mujer. La imagino como un niño. No importa el sexo, no importa el color de su piel o sus rasgos, sino su carácter: cruel. Pero no hablo de “maldad”, digo “crueldad” porque ésta tiene mucho más que ver con los niños, con su sinceridad a prueba de prejuicios y valores. Ellos expresan de manera contundente lo que muchos piensan pero no dicen. Pero esa es la crueldad de los niños, la que encierra cierta ingenuidad. La vida no es ingenua, porque es un niño-viejo, como un vampiro que siempre está sediento, siempre. Y siempre quiere jugar. Es incansable, porque es infinita, y su vitalidad también, por supuesto. Entonces, nos invita y nosotros caemos en su trampa como niños, otra vez. Nos lleva de la mano y jugamos a la ronda redonda, bailamos a su ritmo desenfrenado y creemos en la felicidad eterna. Algunas noches jugamos a las cartas, y cuando tenemos la mejor mano, la vida nos cambia de juego porque dice que se aburrió, y nos damos cuenta de que las cartas estaban marcadas y nunca tuvimos oportunidad. Niño o niña vampiro, nos toma suavemente y nos da clases de ajedrez sentados a una mesa que tiene el tablero dibujado. Pero no hay manera de ganarle… nos da respiro por un tiempo, para que sintamos el sabor del triunfo en la punta de la lengua, pero pronto desdibuja el tablero y nos quedamos sin nada. Cuando juega a las escondidas sufrimos demasiado: no la vemos, está lejos, se nos va, nos enfermamos el cuerpo, el alma, como sea, la vida nos parece un fantasma. Pero ella decide, casi siempre y entonces vuelve brillante y aparece de entre bambalinas para desplegar sus alas de vampiro disfrazado de querubín radiante y celestial. Y nosotros otra vez confiamos. “Humanos tontos y mortales”, pensará mientras juega con nosotros al bingo, a la lotería, a las damas, a la ruleta, al póker, al truco, al gallito ciego… nunca termina, nunca se cansa. Y nosotros tratamos de seguir su ritmo, o acomodar nuestro ritmo al corazón que late dentro nuestro marcando como un reloj, que aún es tiempo de salir a jugar. Hasta el día que, sin ningún motivo, se canse de nosotros y nos suelte de su ronda redonda y nos deje solos para siempre. Con su hermosa mirada, tan cruel y tan poco compasiva, la veremos alejarse de nuestro lado y la extrañaremos, a pesar de todo o por eso mismo. La vida es juego, vamos a jugarla. A jugarse. ¡Juguemos!.
jueves, 11 de marzo de 2010
Duma Key
“…cuando la memoria se aferra a un recuerdo con su máxima fuerza, nuestros propios cuerpos se convierten en fantasmas y nos rondan con los gestos distintivos de nuestra propia juventud…”
Stephen King, Duma Key
La tentanción de citar a un autor cuando me pone frente algo irrefutable, al menos para mi y en este momento de mi vida, es imposible de ignorar. Duma Key es un libro de los grandes, en todo sentido: más de setecientas páginas que no se pueden dejar de leer o ir a grandes zancadas, porque cada una de ellas es un instante en la vida de Edgar Freemantle. No importa en sí el nombre del protagonista, ni siquiera que es un constructor exitoso que de pronto pierde su brazo derecho y su matrimonio se va a pique, ni tampoco es importante que se traslada a un sitio apartado en una isla del Golfo de México, precisamente, a Duma Key. Lo importante de este libro, es que es uno de los grandes, uno de esos que King ha escrito poniendo toda la carne al asador (o a la barbacoa, en su caso). Como Carrie, como El resplandor, como tantos otros de los buenos, éste es buenísimo. Y toca profundo los temores más inmensos que tenemos todos los humanos, con ese toque sobrenatural que hipnotiza y hace la lectura más atrapante aún. Sale del drama para meterse en una dimensión donde conviven una anciana con Alzheimer avanzado, un ex abogado, casi suicida, y otros personajes que encuentran, por algún “click” en sus vidas, el paso a una “nueva vida”.
Hago un ejercicio con este libro: Olvido de que se trata de una novela y corro de la escena el elemento sobrenatural que enriquece la trama. Me impresiona la reflexión del autor, que a su vez escribe este libro luego de haber sufrido él mismo un accidente casi mortal. “Todos podemos ser Edgar Freemantle” concluyo ante el ejercicio. Ese hombre que, ante la pérdida concreta de su brazo y de su vida anterior, renace cuando comienza a pintar, cuando se encuentra solo con su limitación física, con su enojo y su ira, con sus carencias. De ese “tocar fondo”, es de donde sale su arte. Desenfrenadamente, locamente, instintivamente, sin aprendizaje alguno, más que el de haber dibujado planos durante muchos años, se lanza a usar lápices y pinceles y se convierte, sin desearlo, en un artista admirado y codiciado por las galerías más renombradas.
La historia sigue, y sigue, y es para no dejarla. Pero no voy a contar más. Sólo quiero poner el foco en esto. En cómo es posible avanzar, recuperando tal vez un sutil movimiento o gusto que habitaba nuestro ser en el pasado. Sus garabatos, en el pasado, nunca pretendieron ser más que eso. Pero alguien le recordó que los hacía, y así nació el artista, que siempre estuvo adentro. Buscar en el pasado lo que nos puede haber quedado sin desarrollar, por la razón que sea, es un ejercicio interesante y seguro, siempre productivo. No hay excusas de falta de tiempo, de momento no adecuado… para expresarse siempre debería haber tiempo suficiente. Vamos a buscar ese tesoro, por el placer de la búsqueda misma.
Stephen King, Duma Key
La tentanción de citar a un autor cuando me pone frente algo irrefutable, al menos para mi y en este momento de mi vida, es imposible de ignorar. Duma Key es un libro de los grandes, en todo sentido: más de setecientas páginas que no se pueden dejar de leer o ir a grandes zancadas, porque cada una de ellas es un instante en la vida de Edgar Freemantle. No importa en sí el nombre del protagonista, ni siquiera que es un constructor exitoso que de pronto pierde su brazo derecho y su matrimonio se va a pique, ni tampoco es importante que se traslada a un sitio apartado en una isla del Golfo de México, precisamente, a Duma Key. Lo importante de este libro, es que es uno de los grandes, uno de esos que King ha escrito poniendo toda la carne al asador (o a la barbacoa, en su caso). Como Carrie, como El resplandor, como tantos otros de los buenos, éste es buenísimo. Y toca profundo los temores más inmensos que tenemos todos los humanos, con ese toque sobrenatural que hipnotiza y hace la lectura más atrapante aún. Sale del drama para meterse en una dimensión donde conviven una anciana con Alzheimer avanzado, un ex abogado, casi suicida, y otros personajes que encuentran, por algún “click” en sus vidas, el paso a una “nueva vida”.
Hago un ejercicio con este libro: Olvido de que se trata de una novela y corro de la escena el elemento sobrenatural que enriquece la trama. Me impresiona la reflexión del autor, que a su vez escribe este libro luego de haber sufrido él mismo un accidente casi mortal. “Todos podemos ser Edgar Freemantle” concluyo ante el ejercicio. Ese hombre que, ante la pérdida concreta de su brazo y de su vida anterior, renace cuando comienza a pintar, cuando se encuentra solo con su limitación física, con su enojo y su ira, con sus carencias. De ese “tocar fondo”, es de donde sale su arte. Desenfrenadamente, locamente, instintivamente, sin aprendizaje alguno, más que el de haber dibujado planos durante muchos años, se lanza a usar lápices y pinceles y se convierte, sin desearlo, en un artista admirado y codiciado por las galerías más renombradas.
La historia sigue, y sigue, y es para no dejarla. Pero no voy a contar más. Sólo quiero poner el foco en esto. En cómo es posible avanzar, recuperando tal vez un sutil movimiento o gusto que habitaba nuestro ser en el pasado. Sus garabatos, en el pasado, nunca pretendieron ser más que eso. Pero alguien le recordó que los hacía, y así nació el artista, que siempre estuvo adentro. Buscar en el pasado lo que nos puede haber quedado sin desarrollar, por la razón que sea, es un ejercicio interesante y seguro, siempre productivo. No hay excusas de falta de tiempo, de momento no adecuado… para expresarse siempre debería haber tiempo suficiente. Vamos a buscar ese tesoro, por el placer de la búsqueda misma.
martes, 9 de marzo de 2010
Solos y solas
Miro con curiosidad esos avisos de viajes, encuentros, bailes, reuniones que se promocionan para “solos y solas”, como si se tratara de una nacionalidad, un grupo religioso o grupies de quién sabe quién. Pero no, todo sabemos a qué se refieren los avisos: a la gente que no está en pareja, o está pero va a esos lugares para “hacer como que no está”. Como sea, me da curiosidad el sentido que tiene para un “solo” o “sola” leerse así, ser llamado de esa manera, como si la pareja fuera lo que lo convierte en alguien como todo el mundo; si no está acompañado en ese sentido, está solo. Peor aún, es un “solo” o una “sola”. Una palabra que podría haber sido cualquier otra, pero que alguien acuñó hace siglos para definir a quien no está en pareja. Mi curiosidad se torna sospecha y algo más. Tal vez sea porque la vida me va dejando rastros que sigo como poseída para descubrir que todos somos “solos y solas” ante ciertos momentos por los que tenemos que pasar, sentarnos a contemplar el horizonte negro, mirar adentro nuestro y no ver nada bonito, mirar a nuestro lado y asustarnos de tanto dolor, como si fuéramos, otra vez, chicos y no hubiera consuelo posible.
Pero esa soledad es a veces necesaria para rehacernos, para vivir la vida posible que elegimos a cada paso. Sin soledad no hay posible mirada interior, sin soledad, no es posible construir lo que queremos. Acompañarse de amigos, de seres que amamos, de familia de sangre y de la otra, que nos hacen felices con su sola presencia, es reparador y benéfico. Es una transfusión de energía a un nivel incomparable. Pero la soledad no es siempre oscura, no es siempre “estar sin pareja” y muchas veces, quien sabe estar solo sabrá echar semillas nuevas en la tierra elegida y no habrá error posible, porque el corazón en reposo y en silencio sabe mirar de verdad. Y habrá espinas, claro, habrá pozos en el camino de tierra, habrá sensaciones que será necesario pasar a solas. Pero el camino será el que cada uno elija y eso es lo más valioso que tenemos: la capacidad de elegir, dentro del menú que nos ofrece la vida. ¡Que no es poco!
Pero esa soledad es a veces necesaria para rehacernos, para vivir la vida posible que elegimos a cada paso. Sin soledad no hay posible mirada interior, sin soledad, no es posible construir lo que queremos. Acompañarse de amigos, de seres que amamos, de familia de sangre y de la otra, que nos hacen felices con su sola presencia, es reparador y benéfico. Es una transfusión de energía a un nivel incomparable. Pero la soledad no es siempre oscura, no es siempre “estar sin pareja” y muchas veces, quien sabe estar solo sabrá echar semillas nuevas en la tierra elegida y no habrá error posible, porque el corazón en reposo y en silencio sabe mirar de verdad. Y habrá espinas, claro, habrá pozos en el camino de tierra, habrá sensaciones que será necesario pasar a solas. Pero el camino será el que cada uno elija y eso es lo más valioso que tenemos: la capacidad de elegir, dentro del menú que nos ofrece la vida. ¡Que no es poco!
lunes, 1 de marzo de 2010
Bla, bla, bla
La mujer habla, habla, habla, bla, bla, bla… Yo escucho pero hago como que no escucho. Es que no puedo creer lo que estoy escuchando. Y por eso trato de distraerme. Pero es más fuerte su voz, más gritona, que la de los chicos que juegan cerca y más ruidosa que el mar y el viento que hay a mi alrededor. El sol nos calcina y pienso entonces, que su cerebro esté un poco recalentado y por eso dice lo que dice desde su boca fruncida, pero enseguida me doy cuenta de que no es la primera vez que lo hace. Es de la clase de mujer que en esto tiene práctica y años de entrenamiento. No está improvisando: es una profesional.
Es rubia, teñida, de pelo corto y cuidado. Andará por los cuarenta largos. Tiene cara de joven, pero una actitud de mujer demasiado gastada. La malla enteriza, negra con bordes blancos, cubre sus abundantes pechos y su panza saliente. Desparramada en una reposera, mira al sol de costado, porque sus ojos se clavan sobre todo en la otra reposera, la de al lado. En ella descansa un cincuentón al que sólo veo su peluda espalda. Es su esposo, comprendo al rato de escucharla, ese que está debajo de la sombrilla.
Ella no para de decirle cosas. Horribles, todas. Tal vez a él no le parezcan tan terribles, o haya logrado encontrar la fórmula para no escucharla más estando a su lado. Él no se mueve. No le responde, no la mira. Mira al mar. La señora esposa le dice que “claro que cuando vaya a Miami va a ir con Roberto a comprar, porque con él no va, porque él le hace probar todo antes de comprar y a ella le gusta comprar sin probar”, y entonces le dice “que hay gente que nace para mandar y otra para ser mandada, y que él no es como ella que nació para mandar, que a él lo pasan por encima todos” y no se queda ahí la cosa, porque la remata diciendo que “mejor que la camioneta la compremos roja, porque vos sos yeta, ¿entendés? Sos yeta” y así, la seguidilla de cosas.
Es rubia, teñida, de pelo corto y cuidado. Andará por los cuarenta largos. Tiene cara de joven, pero una actitud de mujer demasiado gastada. La malla enteriza, negra con bordes blancos, cubre sus abundantes pechos y su panza saliente. Desparramada en una reposera, mira al sol de costado, porque sus ojos se clavan sobre todo en la otra reposera, la de al lado. En ella descansa un cincuentón al que sólo veo su peluda espalda. Es su esposo, comprendo al rato de escucharla, ese que está debajo de la sombrilla.
Ella no para de decirle cosas. Horribles, todas. Tal vez a él no le parezcan tan terribles, o haya logrado encontrar la fórmula para no escucharla más estando a su lado. Él no se mueve. No le responde, no la mira. Mira al mar. La señora esposa le dice que “claro que cuando vaya a Miami va a ir con Roberto a comprar, porque con él no va, porque él le hace probar todo antes de comprar y a ella le gusta comprar sin probar”, y entonces le dice “que hay gente que nace para mandar y otra para ser mandada, y que él no es como ella que nació para mandar, que a él lo pasan por encima todos” y no se queda ahí la cosa, porque la remata diciendo que “mejor que la camioneta la compremos roja, porque vos sos yeta, ¿entendés? Sos yeta” y así, la seguidilla de cosas.
¿Cómo una persona puede maltratar así a otra?¿Cómo la otra persona puede dejarse maltratar así? Imagino entonces, qué es lo que ese hombre está pensando… si durante años, y cada día de su vida esa mujer le habla de esa manera. Siento vergüenza de ser testigo sin querer serlo, de algo tan privado y a la vez tan denigrante. Porque ella despierta un desprecio atroz, pero también lástima. Y él, bueno, él podría convertirse en uno de esos hombres que encuentran la causa para huir a otra vida en la mancha de café que no salió de la camisa que más amaba. Porque así lo imagino. Pero yo sólo estoy escuchando la campana que no para, el taladro de ella. ¿Qué motivos tendrá? ¿Qué culpa le estará haciendo pagar a su marido para tanta salvaje acusación? Y un día, el hombre se cansará de esa mujer y la dejará, seguramente con todo el dinero, con la casa, con todo, pero se irá, tal vez a Miami con su secretaria a comprar de todo sin probar nada antes.
domingo, 17 de enero de 2010
Sabor
Abro una ciruela, con los dedos, y ella me ofrece su corazón fresco, carnoso y su centro más duro rayado, plegado, imposible de abrir. La llevo a la mi boca sedienta y mastico más con la lengua que con los dientes, la pulpa amarilla y almibarada. Se calma la sed, descubriendo un saber ácido y dulce a la vez, como algunas cosas de la vida.
Las personas, también tienen sabores diferentes, únicos e irrepetibles. Los olores pueden ser similares entre alguna gente, pero los sabores no. Puedo adivinar a veces, el sabor de alguien sin probarlo, poniendo en práctica un simple ejercicio: imagino a qué fruta se parece y así de sencillo puedo saborear a esa persona, o al menos, pensar qué sabor tendrá su piel, su alma.
Algunas personas es mejor no imaginar a qué fruta se parecen, simplemente porque no se parecen a ninguna, o se parecen demasiado a otras cosas que no serían nada apetecibles. O están las personas que por diferentes motivos no me apetecen para nada, y no me interesa siquiera hacer el mínimo intento de adivinarles el sabor. Pasan de largo, aunque las vea todos los días durante horas.
Hay hombres y mujeres que se acercan demasiado al sabor de las uvas moscatel, del durazno recién cosechado, de la manzana colorada, de la manzana verde, del limón (de la fruta entera o sólo de su jugo apenas endulzado). Otros se parecen a la naranja, a la mandarina, a las frutillas, a la rareza del kiwi, al arándano sanador, a la nuez untuosa, a la almendra (blanca por dentro), a la banana (pisada con miel). El fruto de la pasión es sólo para algunos, que conservan la pasión despierta a través de los años, tengan la edad que tengan, y apenas pasan cerca, todo se enciende de colores raros, todos quieren probarlos, o al menos hablarles o mirarlos.
Yo tengo mis sabores preferidos. Así como en las comidas, en el helado, en los jugos, también en las personas. Las que probé y las que pruebo aún. Las que nunca probé pero imagino su sabor. Las que nunca probaré, pero me gusta imaginarlas de un sabor particular. Las que se que probaré, y las saboreo desde ahora, como las ciruelas cuando están aún verdes, pero es fácil verlas en el árbol y saber qué gusto tendrán cuando maduren. Sólo es cuestión de paciencia, de esperar que maduren para poder disfrutarlas.
Las personas, también tienen sabores diferentes, únicos e irrepetibles. Los olores pueden ser similares entre alguna gente, pero los sabores no. Puedo adivinar a veces, el sabor de alguien sin probarlo, poniendo en práctica un simple ejercicio: imagino a qué fruta se parece y así de sencillo puedo saborear a esa persona, o al menos, pensar qué sabor tendrá su piel, su alma.
Algunas personas es mejor no imaginar a qué fruta se parecen, simplemente porque no se parecen a ninguna, o se parecen demasiado a otras cosas que no serían nada apetecibles. O están las personas que por diferentes motivos no me apetecen para nada, y no me interesa siquiera hacer el mínimo intento de adivinarles el sabor. Pasan de largo, aunque las vea todos los días durante horas.
Hay hombres y mujeres que se acercan demasiado al sabor de las uvas moscatel, del durazno recién cosechado, de la manzana colorada, de la manzana verde, del limón (de la fruta entera o sólo de su jugo apenas endulzado). Otros se parecen a la naranja, a la mandarina, a las frutillas, a la rareza del kiwi, al arándano sanador, a la nuez untuosa, a la almendra (blanca por dentro), a la banana (pisada con miel). El fruto de la pasión es sólo para algunos, que conservan la pasión despierta a través de los años, tengan la edad que tengan, y apenas pasan cerca, todo se enciende de colores raros, todos quieren probarlos, o al menos hablarles o mirarlos.
Yo tengo mis sabores preferidos. Así como en las comidas, en el helado, en los jugos, también en las personas. Las que probé y las que pruebo aún. Las que nunca probé pero imagino su sabor. Las que nunca probaré, pero me gusta imaginarlas de un sabor particular. Las que se que probaré, y las saboreo desde ahora, como las ciruelas cuando están aún verdes, pero es fácil verlas en el árbol y saber qué gusto tendrán cuando maduren. Sólo es cuestión de paciencia, de esperar que maduren para poder disfrutarlas.
sábado, 16 de enero de 2010
Olor
Hay momentos, días o instantes, en que todo mi cuerpo es una gran nariz. Huelo hasta los no olores de mi alrededor. La cercanía de cualquier cosa o persona, animal o espacio, trae hasta mi un aire especial y diferente.
Las cosas tienen olores. Los zapatos guardados durante todo el invierno, las carteras de cuero cerradas, la ropa guardada en las bolsas de nylon con flores de lavanda o sin ellas, el cajón de la ropa interior, las toallas recién lavadas y secadas al sol, los huecos de las paredes, los ladrillos, la madera, el fuego tiene miles de olores, el agua también puede tener olor, un hierro oxidado, una casa entera.
Las personas tienen olores, que van de lo más hipnótico a lo más desagradable, que también puede ser hipnótico. Hay personas dulces, amargas, cítricas, de pino y bosque, de manzanas, de roble, de caramelo, de carbón, de tabaco, de años vividos, de niñez, de libros, de campo, de pinceles. Algunas me espantan con su olor a violencia, a sangre y metal, a resentimiento y odio, a envidia; porque todo eso se huele. En los días en que soy toda nariz y mi sentido del olfato parece opacar todos los demás, mi cuerpo entero puede oler.
Como un animal, mi instinto me pone en alerta, para bien o para mal, en ciertos momentos en los que es mejor ser toda nariz. Cuando el olor de alguien es tan intenso, tan magnético y único que se pega como huella, cuando hay en ese olor un recuerdo de otras vidas, casi, del propio origen, de la belleza, de la felicidad inalcanzable, de presente intenso y de gran ternura, de comunión absoluta, la nariz puede dominar todo y no querer dejarme. Es entonces cuando ella reina por unos días rastreando como animal perdido por el bosque de calles y veredas, ese olor, el único, el más maravilloso, el que necesita para respirar. Y yo la dejo, porque al final se calma y deja volver a mi cuerpo todos los demás sentidos. Porque la nariz sabe que ese olor está cerca, porque lo probó una vez y ya no quiere dejar de sentirlo.
Las cosas tienen olores. Los zapatos guardados durante todo el invierno, las carteras de cuero cerradas, la ropa guardada en las bolsas de nylon con flores de lavanda o sin ellas, el cajón de la ropa interior, las toallas recién lavadas y secadas al sol, los huecos de las paredes, los ladrillos, la madera, el fuego tiene miles de olores, el agua también puede tener olor, un hierro oxidado, una casa entera.
Las personas tienen olores, que van de lo más hipnótico a lo más desagradable, que también puede ser hipnótico. Hay personas dulces, amargas, cítricas, de pino y bosque, de manzanas, de roble, de caramelo, de carbón, de tabaco, de años vividos, de niñez, de libros, de campo, de pinceles. Algunas me espantan con su olor a violencia, a sangre y metal, a resentimiento y odio, a envidia; porque todo eso se huele. En los días en que soy toda nariz y mi sentido del olfato parece opacar todos los demás, mi cuerpo entero puede oler.
Como un animal, mi instinto me pone en alerta, para bien o para mal, en ciertos momentos en los que es mejor ser toda nariz. Cuando el olor de alguien es tan intenso, tan magnético y único que se pega como huella, cuando hay en ese olor un recuerdo de otras vidas, casi, del propio origen, de la belleza, de la felicidad inalcanzable, de presente intenso y de gran ternura, de comunión absoluta, la nariz puede dominar todo y no querer dejarme. Es entonces cuando ella reina por unos días rastreando como animal perdido por el bosque de calles y veredas, ese olor, el único, el más maravilloso, el que necesita para respirar. Y yo la dejo, porque al final se calma y deja volver a mi cuerpo todos los demás sentidos. Porque la nariz sabe que ese olor está cerca, porque lo probó una vez y ya no quiere dejar de sentirlo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)