Un punto minúsculo se enlaza en un pequeño y oscuro escondite. Es semilla y raíz, se planta suavemente y así, cálido y latiente, se inicia como único. No siento aún su presencia, pero pronto, nada al compás de mi torrente sanguíneo que es suyo también. Pronto se hace carne y una puntada anuncia leve que algo está comenzando en mi interior. Ahora lo intuyo, lo compruebo, lo festejo. Es único y esperado, la vida dentro de la vida. Me siento una muñeca rusa, una cajita de música, una caja de sorpresas, un nido ambulante. Me reconozco capaz de cualquier cosa, invencible, autoabastecida, luminosa, superpoderosa. La piel se estira, la panza crece, el cuerpo cambia, toda yo soy cambio y ese cambio es para siempre, es el único sentir que me acompañará inalterable hasta el último suspiro. Cuento horas, días, semanas, meses; aprendo a contar en semanas, y pesadamente se acerca lo inevitable del fin, que será comienzo otra vez. Imagino tu cara, mientras en el éxtasis incomparable del parto sólo puedo pensar en que es hora de tenerte al lado. Ya puedo verte… acerco mis manos y te tomo. Redondo, pequeño, hermoso, el sol entero y toda su luz. Somos uno, pero somos dos. Me mirás, sin llorar, y comprendo en un segundo que vale la pena todo en la vida, absolutamente todo por ese instante maravilloso en el que me reconocés. Soy yo, la misma que te llevó en el vientre y ahora te lleva en el corazón, para siempre, hijo mío.
lunes, 28 de septiembre de 2009
sábado, 26 de septiembre de 2009
Eros al sol
Empiezo por los dedos de tu pié izquierdo. Lo siento áspero y duro, en la planta, y huesudo en los costados, principio de tus raíces y tu crecer hacia arriba. Subo por el empeine, recorriendo tu pierna, marcando el vello que brilla al sol. La luz asoma apenas desde un rincón, una ventana abierta quizás, porque apenas está amaneciendo pero es suficiente. Presiento que es verano y todo lo inunda ese dorado que nace. Remonto la pierna, con delicadeza, con dedicación. Tu pierna izquierda está oculta bajo la sábana desdibujada, arrugada y blanca. Tu piel parece más oscura ahora; la toco y va cambiando, se hace más trigueña, o se vuelve más rojiza, más húmeda o más seca. Tu sexo emerge, sensible, entre la sombra del vello tupido de tu entrepierna. Descansa, así como tus ojos sueñan. Lo rodeo suavemente, con esmero, le doy forma. El abdomen, los brazos, el pecho, trazos lentos van tejiendo el camino hasta tu rostro, tu cuello. Tu cabeza reposa en una almohada, y dedico un buen rato a delinear tu pelo, lo cambio, lo mezclo, lo vuelvo a delinear. Tus pómulos salientes, los toco con las yemas de mis dedos, como si estuvieras. Te miro, tomo distancia para observar, con los ojos y con el alma. En silencio, me alejo de la tela, y dedico un tiempo demasiado lento para enjuagar los pinceles. No quiero dejar la imagen que se fue plasmando casi sin querer sobre el bastidor gastado, pero tengo que descansar. Es tarde. Sólo hay sol en la pintura. La noche se cerró sobre los techos, sobre el parque, sobre la casa. Es la hora del sueño.
miércoles, 23 de septiembre de 2009
Aquí y ahora
Dejar para otro día, para más adelante, porque “eso” puede esperar. A veces, tal vez demasiadas veces, creemos que somos eternos, que el tiempo es lo que pasa y no nosotros. Cuando aceptamos la inevitable condición de nuestra finitud, si estamos postergando demasiadas cosas durante demasiado tiempo, nos invade la sensación de desesperación.
Si vivimos enloquecidos por lo urgente, creemos en que hay que hacer todo ya, sin poner prioridades, sin disfrutar el “aquí y ahora”, nos internamos en una carrera insalubre y estéril. Si estamos siempre anticipándonos: “¿qué pasará?”, “¿qué es lo que sigue?” nos olvidamos de lo que está pasando ahora, lo que nos está pasando aquí y ahora.
Si pensamos en postergar todo para más adelante, no estamos siendo conscientes de nuestra esencia como seres humanos: nuestra finitud. Hay personas que viven así toda la vida, y no les sucede nada, no despiertan a esa consciencia, incluso, hasta el último momento. Hay otras que, en algún momento de la existencia, empiezan a sentir una incomodidad, un algo que muerde adentro, que acentúa la percepción y la intuición, y que crea caos, crisis y un reacomodamiento en lo cotidiano.
Disfrutar el “aquí y ahora”, nos hace más plenos. Es lo único que realmente tenemos.
Es maravilloso planificar, pensar el futuro e imaginarlo; revisar el pasado para cambiar incluso, nuestra percepción de lo antiguo, de lo vivido. Resignificar, reasignar importancia a los hechos, que por supuesto, reconstruímos de manera arbitraria y selectiva.
Pero si eso, mirar hacia atrás e imaginar hacia delante, lo hacemos centrados en el aquí y ahora, es mucho más placentero, nos sentimos más plenos.
Si sabemos que todo pasa, que todo termina, lo bueno y lo no tan bueno, dejaremos lugar para que pronto la pena pase y renazca la alegría, en ese mismo lugar y cuando estemos alegres, podremos disfrutar con más fuerza cada segundo de nuestras vidas.
Buena primavera, y a disfrutar. Las estaciones también terminan, son cambiantes, fluyen…
(Este texto está dedicado a esas mujeres con las que compartí el sentir del aquí y ahora durante todo un fin de semana. GRACIAS A TODAS.)
Si vivimos enloquecidos por lo urgente, creemos en que hay que hacer todo ya, sin poner prioridades, sin disfrutar el “aquí y ahora”, nos internamos en una carrera insalubre y estéril. Si estamos siempre anticipándonos: “¿qué pasará?”, “¿qué es lo que sigue?” nos olvidamos de lo que está pasando ahora, lo que nos está pasando aquí y ahora.
Si pensamos en postergar todo para más adelante, no estamos siendo conscientes de nuestra esencia como seres humanos: nuestra finitud. Hay personas que viven así toda la vida, y no les sucede nada, no despiertan a esa consciencia, incluso, hasta el último momento. Hay otras que, en algún momento de la existencia, empiezan a sentir una incomodidad, un algo que muerde adentro, que acentúa la percepción y la intuición, y que crea caos, crisis y un reacomodamiento en lo cotidiano.
Disfrutar el “aquí y ahora”, nos hace más plenos. Es lo único que realmente tenemos.
Es maravilloso planificar, pensar el futuro e imaginarlo; revisar el pasado para cambiar incluso, nuestra percepción de lo antiguo, de lo vivido. Resignificar, reasignar importancia a los hechos, que por supuesto, reconstruímos de manera arbitraria y selectiva.
Pero si eso, mirar hacia atrás e imaginar hacia delante, lo hacemos centrados en el aquí y ahora, es mucho más placentero, nos sentimos más plenos.
Si sabemos que todo pasa, que todo termina, lo bueno y lo no tan bueno, dejaremos lugar para que pronto la pena pase y renazca la alegría, en ese mismo lugar y cuando estemos alegres, podremos disfrutar con más fuerza cada segundo de nuestras vidas.
Buena primavera, y a disfrutar. Las estaciones también terminan, son cambiantes, fluyen…
(Este texto está dedicado a esas mujeres con las que compartí el sentir del aquí y ahora durante todo un fin de semana. GRACIAS A TODAS.)
lunes, 14 de septiembre de 2009
Aprender
Aprender
Aprendí a hablar, a caminar y a cantar desde muy, pero muy chiquita. A mi modo, aprendí a tocar el mundo, a saborearlo todo, a abrir, a romper, a construir, a golpearme, a llorar, a reír. Aprendí a andar en patines, a caerme de la bicicleta, a escribir largos poemas y cuentos interminables. Aprendí a pintar y a dibujar, robando los óleos de mi abuelo y a hacer maquetas con cajas de zapatos con dedicación casi obsesiva, durante horas y horas.
De a poco, aprendí a encontrar amigos, a correr de la mano, a jugar al vóley, a bailar, a viajar en colectivo y en tren, a maquillarme, a besar, a hacerme raros peinados y a cortar el pelo a mis amigas, para practicar porque quería “tener una peluquería”. Aprendí el deseo, el amor, el sexo, la belleza, el dolor, el consuelo, la desolación, la tristeza, la distancia, el fundirse de las almas, el calor de los cuerpos, el frío de la soledad.
Aprendí, lentamente, el tiempo, la finitud, la maternidad, el éxtasis del parto, la rara sensación de nacer de nuevo, con cada hijo. Aprendí a ser otra, a reconstruirme, a deshacerme y hacerme de nuevo. Aprendí a aceptar, a ver, a escuchar, a gritar, a brillar, a dejar que otros brillen, a amar sin límites, a comprender, a pedir.
Aprendí que no somos para siempre, que cuesta creer que tanto cuesta aprender para después, en algún momento de la vida, sentir la gran necesidad de desaprenderlo todo, todo lo que somos, para volver a empezar, como el Ave Fénix.
Aprendo a rehacerme, a tejerme, a nutrirme, a enraizarme y a volar, a amasarme, como el pan casero. Aprendo, estoy aprendiendo a desaprenderlo todo, para poder equivocarme, caerme otra vez, golpearme otra vez, reírme, llorar, cantar, bailar, amar, nuevamente, como por primera vez. Estoy aprendiendo a dejar atrás las máscaras, lo que los otros esperan que seamos, para simplemente ser. No postergar más, nada, porque lo vital es aprender que somos hoy, ni ayer, ni mañana.
Aprendí a hablar, a caminar y a cantar desde muy, pero muy chiquita. A mi modo, aprendí a tocar el mundo, a saborearlo todo, a abrir, a romper, a construir, a golpearme, a llorar, a reír. Aprendí a andar en patines, a caerme de la bicicleta, a escribir largos poemas y cuentos interminables. Aprendí a pintar y a dibujar, robando los óleos de mi abuelo y a hacer maquetas con cajas de zapatos con dedicación casi obsesiva, durante horas y horas.
De a poco, aprendí a encontrar amigos, a correr de la mano, a jugar al vóley, a bailar, a viajar en colectivo y en tren, a maquillarme, a besar, a hacerme raros peinados y a cortar el pelo a mis amigas, para practicar porque quería “tener una peluquería”. Aprendí el deseo, el amor, el sexo, la belleza, el dolor, el consuelo, la desolación, la tristeza, la distancia, el fundirse de las almas, el calor de los cuerpos, el frío de la soledad.
Aprendí, lentamente, el tiempo, la finitud, la maternidad, el éxtasis del parto, la rara sensación de nacer de nuevo, con cada hijo. Aprendí a ser otra, a reconstruirme, a deshacerme y hacerme de nuevo. Aprendí a aceptar, a ver, a escuchar, a gritar, a brillar, a dejar que otros brillen, a amar sin límites, a comprender, a pedir.
Aprendí que no somos para siempre, que cuesta creer que tanto cuesta aprender para después, en algún momento de la vida, sentir la gran necesidad de desaprenderlo todo, todo lo que somos, para volver a empezar, como el Ave Fénix.
Aprendo a rehacerme, a tejerme, a nutrirme, a enraizarme y a volar, a amasarme, como el pan casero. Aprendo, estoy aprendiendo a desaprenderlo todo, para poder equivocarme, caerme otra vez, golpearme otra vez, reírme, llorar, cantar, bailar, amar, nuevamente, como por primera vez. Estoy aprendiendo a dejar atrás las máscaras, lo que los otros esperan que seamos, para simplemente ser. No postergar más, nada, porque lo vital es aprender que somos hoy, ni ayer, ni mañana.
sábado, 5 de septiembre de 2009
La esquina
Todas las mañanas paso por la misma esquina. El mismo colchón tirado en la vereda, cubierto de trapos sucios que dejan adivinar un cuerpo en reposo debajo de un enjambre de telas. Un día es un pié, delgado y envuelto en una media oscura; otro día, una mano de dedos largos, casi negros. Nunca un rostro. El colectivo pasa bufando por la calle y dobla hasta que pierdo de vista esa esquina, la misma de cada mañana, desde hace meses.La presencia de ese ser del que nada se y pocos sabrán, seguramente, afirma que un día más comienza. Hasta que se levante, doblado sobre el colchón mugriento, se rasque la cabeza, se acomode unas zapatillas gastadísimas e intente atarlas, se afirme sobre sus pies helados y mire borrosamente el sol que ya estará alto pero no calentará nada porque todavía es invierno. Hasta ese momento, el día está empezando. No sé si es hombre o mujer, joven o viejo; el bulto no es demasiado pequeño, así que no creo que sea un niño. No se deja ver, es como un fantasma que está puesto ahí para recordarnos que estamos acá, del otro lado. Es un espejo, o un espejismo, como uno elija. El espejo de la pobreza y del olvido, de la soledad, de alguien a quien nadie más buscó ni quiso encontrar. Alguien que se dejó primero a sí mismo, y luego, a todos los demás. Alguien que fue dejado, abandonado, sepultado bajo todos esos trapos que le sirven de mortaja y de refugio a la vez. O puede ser un espejismo, el de un gran rey que juega a verse así para distraer a los acreedores de la vida, escapando de la envidia, de la mirada de los otros. Porque eso sí, casi nadie lo ve, nadie lo mira. Es una presencia ausente, un pedazo de escombro humano que sobró de alguna vida.
Hoy pasé por la misma esquina y nada. Ni un rastro del colchón, de los trapos, del bulto. Nada. El día empezó, de todos modos, aunque nublado y húmedo. Alguien había limpiado la vereda, porque no había mugre, no había rastros, no había huellas. La nada. Quién sabe. Se me ocurre pensar que tal vez alguna persona finalmente, lo vio, le habló, y se lo llevó a un sitio mejor, al menos mientras dure el invierno. Quién sabe.
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