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lunes, 10 de enero de 2011

Luna

Sutil, como la seda, supiste tocar mi piel con ternura. Mis manos compartieron con las tuyas ese espacio que solamente existe cuando estamos cerca.
Si no estás, no hay lugar para la alquimia, ni el desorden. Si no estás, el instante construido se desarma en gajos y semillas. Dan origen a otro instante, perenne y de follaje intenso.

¿Qué vive de esto?

El paso del tiempo alado.


Las gárgolas que cuidan las Tres Marías.


La canción que se hamaca en el silencio.


El puente de tu alma.


La luz espera que tus ojos amparen tanta vida y que descifres el secreto de esta noche, para siempre, para que puedas sonreir, como antes.

domingo, 18 de julio de 2010

Hilos

Tan livianos como para hamacarse en el viento. Como las babas del diablo. Invisibles y delgados, de hilo de costura apretada en el ruedo de un vestido de primavera. Tan resistentes al tiempo como la tanza del pescador más experimentado, que lucha contra viento y marea desde su bote para atrapar al gran pez. Suaves, delicados, porfiados, no son nunca ovillos sino dibujos deshilachados en el aire. Sobre el cielo, los hilos se dividen en hebras de tonos imposibles: son dorados, de plata, azules, cobrizos, rojos. Recorren infinitas distancias, de tiempos y espacios insondables, pero siempre llegan a destino. Hilos que son caminos. Hilos que abrazan y celebran bailoteando en una terraza, en un parque, en una mesa, en un silencio de noche. En la luna, también bailan, los hilos de tus ojos, de tu alma. Mientras tanto, la música siempre señala el recorrido.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Había una vez...


“Había una vez…” así empezaba los cuentos mi abuela. Y después, el todo. Navegar quién sabe hacia qué tierras inhóspitas, salvajes, arenosas, boscosas, de hombres valientes o terribles y mujeres astutas, sabias o inocentes. Sus relatos tenían los condimentos irresistibles que ella misma sabía ponerles: misterio, para despertar la curiosidad hasta en los más desatentos; drama y amor, para atrapar la atención de las chicas; aventura y terror, en su cuota justa, la suficiente como para que ninguno de los chicos abandonara su lugar en la ronda. Y si había adultos cerca, el doble sentido escapaba de su afilada lengua y su media sonrisa, casi sin disimulo.
Los cuentos son de los que los tejen y de los que tienen el placer de destejerlos. Nunca es lo mismo para dos personas. Esos cuentos, no nos dejaban la misma sensación a todos. Si yo imaginaba una heroína morocha y de ojos verdes, con largas trenzas y espada al hombro, montada sobre un gran dragón volador, otros la hacían una delicada princesa de cabellos dorados, o plateados de tan claros que eran, yendo de un lado a otro con total gracia y elegancia, sobre sus propios pies alados.
Tan dúctiles eran las palabras de mi abuela, que todo era posible en sus relatos. La imaginación era la verdadera protagonista, el molde sobre el que vertíamos nosotros mismos el contenido de nuestros sueños junto a los suyos. Ella tenía el don de preguntar en el momento preciso mientras tejía la red de la historia: -¿y ustedes qué imaginan que pasó entonces?- y lograba sacarnos de la boca las cosas más insospechadas y más inverosímiles que podíamos haber dicho alguna vez. Con ese alimento casero, como sus tortas o buñuelos, fuimos creciendo todos a su alrededor.
Los cuentos tienen la pasión de la entrega si se narran con el corazón abierto. Los cuentos tienen el espíritu de un regalo hecho por un artesano y son imposibles de valuar. Los cuentos nos transportan a otras vidas y a otros mundos, para poder hacer más soportable un momento doloroso, una pérdida, un olvido, un adiós. Los cuentos son remedios para el alma, para el cuerpo. Porque como decía mi abuela, “son una misma cosa, alma y cuerpo, lo blando y lo duro de una misma cosa”.