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jueves, 11 de marzo de 2010

Duma Key


“…cuando la memoria se aferra a un recuerdo con su máxima fuerza, nuestros propios cuerpos se convierten en fantasmas y nos rondan con los gestos distintivos de nuestra propia juventud…”
Stephen King, Duma Key

La tentanción de citar a un autor cuando me pone frente algo irrefutable, al menos para mi y en este momento de mi vida, es imposible de ignorar. Duma Key es un libro de los grandes, en todo sentido: más de setecientas páginas que no se pueden dejar de leer o ir a grandes zancadas, porque cada una de ellas es un instante en la vida de Edgar Freemantle. No importa en sí el nombre del protagonista, ni siquiera que es un constructor exitoso que de pronto pierde su brazo derecho y su matrimonio se va a pique, ni tampoco es importante que se traslada a un sitio apartado en una isla del Golfo de México, precisamente, a Duma Key. Lo importante de este libro, es que es uno de los grandes, uno de esos que King ha escrito poniendo toda la carne al asador (o a la barbacoa, en su caso). Como Carrie, como El resplandor, como tantos otros de los buenos, éste es buenísimo. Y toca profundo los temores más inmensos que tenemos todos los humanos, con ese toque sobrenatural que hipnotiza y hace la lectura más atrapante aún. Sale del drama para meterse en una dimensión donde conviven una anciana con Alzheimer avanzado, un ex abogado, casi suicida, y otros personajes que encuentran, por algún “click” en sus vidas, el paso a una “nueva vida”.
Hago un ejercicio con este libro: Olvido de que se trata de una novela y corro de la escena el elemento sobrenatural que enriquece la trama. Me impresiona la reflexión del autor, que a su vez escribe este libro luego de haber sufrido él mismo un accidente casi mortal. “Todos podemos ser Edgar Freemantle” concluyo ante el ejercicio. Ese hombre que, ante la pérdida concreta de su brazo y de su vida anterior, renace cuando comienza a pintar, cuando se encuentra solo con su limitación física, con su enojo y su ira, con sus carencias. De ese “tocar fondo”, es de donde sale su arte. Desenfrenadamente, locamente, instintivamente, sin aprendizaje alguno, más que el de haber dibujado planos durante muchos años, se lanza a usar lápices y pinceles y se convierte, sin desearlo, en un artista admirado y codiciado por las galerías más renombradas.
La historia sigue, y sigue, y es para no dejarla. Pero no voy a contar más. Sólo quiero poner el foco en esto. En cómo es posible avanzar, recuperando tal vez un sutil movimiento o gusto que habitaba nuestro ser en el pasado. Sus garabatos, en el pasado, nunca pretendieron ser más que eso. Pero alguien le recordó que los hacía, y así nació el artista, que siempre estuvo adentro. Buscar en el pasado lo que nos puede haber quedado sin desarrollar, por la razón que sea, es un ejercicio interesante y seguro, siempre productivo. No hay excusas de falta de tiempo, de momento no adecuado… para expresarse siempre debería haber tiempo suficiente. Vamos a buscar ese tesoro, por el placer de la búsqueda misma.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Eros al sol


Empiezo por los dedos de tu pié izquierdo. Lo siento áspero y duro, en la planta, y huesudo en los costados, principio de tus raíces y tu crecer hacia arriba. Subo por el empeine, recorriendo tu pierna, marcando el vello que brilla al sol. La luz asoma apenas desde un rincón, una ventana abierta quizás, porque apenas está amaneciendo pero es suficiente. Presiento que es verano y todo lo inunda ese dorado que nace. Remonto la pierna, con delicadeza, con dedicación. Tu pierna izquierda está oculta bajo la sábana desdibujada, arrugada y blanca. Tu piel parece más oscura ahora; la toco y va cambiando, se hace más trigueña, o se vuelve más rojiza, más húmeda o más seca. Tu sexo emerge, sensible, entre la sombra del vello tupido de tu entrepierna. Descansa, así como tus ojos sueñan. Lo rodeo suavemente, con esmero, le doy forma. El abdomen, los brazos, el pecho, trazos lentos van tejiendo el camino hasta tu rostro, tu cuello. Tu cabeza reposa en una almohada, y dedico un buen rato a delinear tu pelo, lo cambio, lo mezclo, lo vuelvo a delinear. Tus pómulos salientes, los toco con las yemas de mis dedos, como si estuvieras. Te miro, tomo distancia para observar, con los ojos y con el alma. En silencio, me alejo de la tela, y dedico un tiempo demasiado lento para enjuagar los pinceles. No quiero dejar la imagen que se fue plasmando casi sin querer sobre el bastidor gastado, pero tengo que descansar. Es tarde. Sólo hay sol en la pintura. La noche se cerró sobre los techos, sobre el parque, sobre la casa. Es la hora del sueño.